Muy por encima de nuestras cabezas los troncos de árboles centenarios crujen zarandeados por el viento. En el sotobosque, formado por una maraña de troncos, ramas y hojas cubiertos de hongos, musgo y líquenes, apenas se nota la fuerza del viento. Por debajo de esta densa cubierta vegetal en descomposición habitan cientos de especies de insectos que contribuyen a dar vida a un ecosistema único.
La reserva natural de Bialowieza, entre Polonia y Bielorrusia, alberga una de las pocas zonas arboladas intactas que quedan en Europa. Y cuando digo “una de las pocas” quiero subrayar que el 98 % de los bosques de nuestro continente están alterados en mayor o menor medida por la mano del ser humano.
El bosque de Bialowieza abarca unos 1000 km2, de los cuales 670 se encuentran en Polonia y el resto en Bielorrusia. El bosque primario, es decir, sin intervención humana desde la última glaciación, hace unos 12.000 años, ocupa tan solo 5 km2, una extensión insuficiente para salvaguardar lo que en su día fue un amplio y rico ecosistema donde decenas de especies animales medraban sin contacto con el ser humano. Aunque no haya ningún tipo de intervención humana directa, este bosque no es como hace siglos porque hemos eliminado millones de animales y provocado la extinción de multitud de especies. Antes, los bosques eran más abiertos por la presencia de manadas de mamíferos que abrían sendas entre la maleza, como caballos salvajes, uros, ciervos, alces y bisontes. Ahora, esos mamíferos no existen o son mucho menos numerosos, además de tener que lidiar con el ser humano y sus infraestructuras.
No obstante, los animales no necesitan bosques primarios para sobrevivir, solo zonas extensas y no fragmentadas de naturaleza variada con la menor gestión humana posible.
Hace miles de años las praderas y los bosques europeos alimentaban a millones de bisontes, un animal emblemático para nuestros antepasados prehistóricos, como lo demuestran las pinturas rupestres que adornan las cuevas de Altamira. Entonces, el ser humano cazaba grandes herbívoros de forma sostenible, algo que cambió para siempre con la invención de la agricultura y la ganadería y el consiguiente incremento exponencial de la población humana.
A principios del siglo XV el rey Vladislao II se apropió del bosque de Bialowieza para disfrute de la Corona polaca. A partir de entonces se convirtió en una reserva de caza para la gente poderosa e influyente, que organizaba batidas de bisontes, ciervos, alces y otros grandes mamíferos. Esta circunstancia salvó a Bialowieza de la explotación masiva que sufrió la inmensa mayoría de los bosques de Europa, a consecuencia de la cual quedaron reducidos a praderas o jardines de naturaleza domesticada, sin árboles caídos ni maleza.
Más de 100 años después, en 1538, Segismundo I el Viejo afianzó los derechos de explotación del bosque para la Corona, decretando la pena de muerte para cualquier persona ajena a la Corona que matase un bisonte o un uro. En 1639 la población de Bialowieza fue liberada de servir a los nobles feudales a condición de que cuidasen del bosque.
En el siglo XVIII, cuando Rusia invadió Polonia, Bialowieza quedó bajo el mando del zar Pablo I, quien levantó las restricciones de caza y expulsó a los campesinos que vivían en el bosque. Posteriormente, a principios del siglo XIX el zar Alejandro I limitó la caza de bisontes y permitió el asentamiento de los campesinos en el bosque. Estas medidas incrementaron el número de bisontes a unos 700 ejemplares en 1830. Ese mismo año los campesinos que habitaban el bosque se unieron a la rebelión contra la ocupación rusa, por lo que tuvieron que huir del bosque para no ser asesinados. Unos años más tarde, en 1860, Alejandro II ordenó exterminar a todos los depredadores, como lobos, osos, linces y zorros para proteger la caza de grandes herbívoros. En aquellos años los bisontes eran escasos y tenían mucho valor, por lo que se ofrecían como presente a reyes europeos para cultivar las relaciones políticas y cerrar tratos ventajosos. En pocos años los zares y sus amigos mataron a la mayoría de los herbívoros, básicamente por deporte, así que introdujeron grandes cantidades de ciervos y alces para poder continuar con las matanzas. La última de esas grandes cacerías tuvo lugar en 1912. Luego, dos años más tarde, estalló la Primera Guerra Mundial, con terribles consecuencias para el bosque y los animales que lo habitaban.
Esa infame conflagración provocó la muerte de millones de personas. Esto lo sabe todo el mundo. Lo que mucha gente no piensa es que durante esos años de violencia también se arrasaron grandes extensiones de bosques y murieron millones de animales, algunos de los cuales se extinguieron y otros estuvieron a punto, como el bisonte europeo, que sirvió de alimento a militares y civiles durante los cuatro años de contienda. Esa masacre nos recuerda la que sufrió el bisonte americano durante el siglo XIX a manos del “hombre blanco” con el objetivo de matar de hambre a los nativos de América del Norte. Entonces murieron a tiros unos 30 millones de ejemplares.
En Europa, un año después de finalizar la Gran Guerra, en enero de 1919, alguien mató al último bisonte de Bialowieza. Es probable que hubiese alguno más en libertad, pero se desconoce. De lo que sí hay constancia es que quedaban doce ejemplares confinados en tres zoológicos. En aquellos años, pocas personas creían que el bisonte europeo volvería a habitar los bosques en los que antaño medraba libremente.
En 1923 se fundó el Centro de Conservación del Bisonte Europeo con el propósito conservar esta emblemática especie, y en septiembre de 1929, gracias al esfuerzo del ingeniero forestal Jan Jerzy Karpinski se liberaron dos ejemplares en un recinto cerrado, uno europeo, Borusse, y otro híbrido entre europeo y americano, Kobold. Estos dos ejemplares fueron inmortalizados por la cámara de placas de J. J. Karpinski, que en 1932 se convirtió en el primer gestor del parque de Bialowieza. En 1939 con el estallido de la Segunda Guerra Mundial Karpinski tuvo que huir del país. Las tropas soviéticas de Stalin arrestaron a los habitantes de Bialowieza y los deportaron a los gulags de Siberia. En 1941, los leñadores soviéticos que se habían instalado en la zona fueron arrestados por los nazis y enviados a campos de concentración, donde la mayoría murieron de hambre o en las cámaras de gas. Herman Göring se propuso transformar Bialowieza en un inmenso coto de caza para los dirigentes del Tercer Reich, pero ese sueño enfermizo nunca llegó a materializarse.
La locura de la guerra y la inquina política continuaron haciendo estragos en la naturaleza. En julio de 1944 las tropas de Stalin invadieron de nuevo el bosque, y acabada la Segunda Guerra Mundial se dividió entre los dos países colindantes, la Unión Soviética y Polonia. En septiembre de ese mismo año regresó del exilio J. J. Karpinski, retomando su labor en el bosque de Bialowieza, donde lideró los primeros estudios de la plaga del escarabajo escolitino, el origen 72 años más tarde de las masivas talas ordenadas por el gobierno de ultraderecha Ley y Justicia. En la actualidad, la zona soviética es la zona bielorrusa, controlada por Aleksandr Lukashenko, estrecho aliado del infame Vladimir Putin. Quienes más sufren esta división arbitraria del bosque son los animales, que ya no pueden cruzar libremente de un lado a otro.
Contra todo pronóstico, en 1952 se liberó una pareja de bisontes europeos. De esos dos ejemplares proceden los más de 7600 ejemplares que existen en la actualidad. La mayoría de ellos pastan en libertad, y unos pocos en zonas controladas de varios países europeos. En España, después de más de 1000 años de su extinción, se pueden ver en reservas de Palencia, Asturias, León, Lleida, Burgos, Segovia y Valencia.
Hoy, la reserva de Bialowieza es uno de los pocos lugares donde todavía es posible contemplar a estos colosos en plena libertad. Pero a pesar de vivir en un santuario natural, el bisonte europeo ha de seguir haciendo frente a la beligerancia y la ambición del ser humano. Como ya he mencionado antes, la frontera entre Polonia y Bielorrusia está delimitada por una recia alambrada de concertina que divide el bosque e impide el paso a las personas, pero también a bisontes, ciervos, alces, linces, lobos, corzos, jabalís...
En 2016, el partido de ultraderecha Ley y Justicia de Polonia decidió llevar a cabo una tala masiva e indiscriminada de árboles con el argumento de erradicar una plaga de coleópteros xilófagos que afecta a los troncos de las píceas más debilitadas. La mayoría de los científicos opinan que la mejor solución ante la proliferación del escarabajo escolitino peludo es no hacer nada, dejar que la naturaleza siga su curso, pues este insecto forma parte del ecosistema desde hace siglos. Durante los inviernos cálidos, ahora más comunes debido al cambio climático, la población de escarabajos se dispara, más aún a consecuencia de la plantación masiva de píceas en las zonas no protegidas para su explotación maderera. Científicos y ecologistas llevaron el asunto al Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que en 2017 ordenó a Polonia detener la tala, bajo la amenaza de imponer al gobierno una multa de 100.000 euros por cada día que violara la ley.
Gracias a la resiliencia del bosque y de los animales que lo habitan hoy tenemos el privilegio de poder disfrutar de un entorno que a punto estuvo de desaparecer en distintos momentos de la historia. La próxima vez que veamos una pareja de pigargos europeos posados en su percha, un alce solitario entre inmensos robles, ciervos rojos escabulléndose ágilmente entre la espesura del bosque, una furtiva manada de lobos o un grupo de masivos bisontes, deberíamos meditar un poco y pensar en la suerte que tenemos.
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