viernes. 26.04.2024
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Camp Mina, Trek glaciar Yishkuk

“En octubre de 1982, a poca distancia de donde estamos, una avalancha sepultó a un grupo de pastores. Están enterrados en este pequeño cementerio”. Más o menos con estas palabras Sikander Azam nos explica el trágico final de unas personas anónimas en un entorno solitario y salvaje.

Recuerdos de Chapursan (tráiler) from Tato Rosés Martínez on Vimeo.

Diez días antes, Alam Jan, Marta y yo nos encontrábamos en Alí Abad, un caótico pueblo en el distrito de Hunza-Nagar construido alrededor de la carretera. Tras varias horas dando vueltas logramos encontrar la oficina donde entre otras cosas se tramitan los permisos para acceder a las zonas restringidas de la región. Por fortuna, resulta que Alam es amigo de infancia del oficial de coordinación del distrito (DCO), y en poco más de una hora tenemos en la mano el salvoconducto que nos da acceso a las montañas fronterizas con Afganistán. Al regresar al vehículo vemos que hay un hombre mayor sentado en el asiento del pasajero. Alam lo saluda, hablan un rato y luego el hombre se baja y se despide de nosotros con un respetuoso “salam”. Supusimos que era un amigo de Alam, pero luego nos explicó que la gente mayor suele sentarse en los vehículos vacíos para descansar o pasar el rato observando la actividad de la calle.

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Mujeres, nómadas Gujar, Deosai (3700 m)

Hasta 1974 los valles de montaña más remotos y de difícil acceso eran pequeñas zonas independientes bajo la tutela del principado de Hunza, gobernado por un emir. La mayoría de ellos tenían (y siguen teniendo) una lengua propia sin ninguna relación con el urdu, la lengua oficial de Pakistán. La construcción de la Karakoram Highway (más conocida localmente como KKH) abrió el mundo exterior a estos pequeños refugios que habían permanecido aislados durante siglos. La carretera trajo consigo beneficios importantes para los valles de montaña, pero también la imposición de costumbres y reglas que sus habitantes ni deseaban ni necesitaban. Otra de las consecuencias de la KKH fue la expansión del comercio con China. La mayoría de las presas, puentes y túneles que facilitan el transporte y el comercio son obra de empresas chinas, que han visto en Pakistán una fuente de ingresos muy prometedora. La buena disposición de los empresarios y gobernantes pakistanís a aceptar sobornos ha ayudado a sellar tratos no del todo favorables para la gente de a pie. El gobierno chino extiende lentamente su esfera de influencia como una telaraña, una versión moderna del Gran Juego (la pugna entre los imperios británico y ruso por el control de Asia Central durante el siglo XIX), con diferentes actores pero con propósitos similares.

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Mujeres, nómadas Gujar, Deosai (3700 m)

En el siglo XIX las montañas que rodean esta zona fueron testigo de un emocionante episodio del Gran Juego. Grupos de bandidos utilizaban un collado secreto de montaña para saquear las caravanas de los comerciantes que recorrían el solitario camino entre Leh y Yarkanda. En Calcuta se decidió que era imperativo encontrar ese collado, no solo para evitar el robo de los bienes británicos, sino también para proteger la India de una eventual invasión de las tropas rusas. En el verano de 1889, Francis Younghusband recibió la orden de buscar ese camino oculto. “El juego ha empezado”, escribió el coronel Durand en Gilgit.

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Niños, Shimshal

Desde Leh, Younghusband y sus hombres tardaron 15 días en llegar a la remota aldea de Shahidula a través del puerto de Karakoram, situado a 5540 metros de altitud, el collado más elevado de la antigua ruta de caravanas entre Ladakh y Yarkanda. Sus habitantes le dijeron que en el collado de Shimshal a 4735 metros de altitud, había una fortaleza custodiada por bandidos. El propio jefe de la aldea los condujo por estrechas y empinadas sendas hasta que pudieron divisar la guarida de los saqueadores. El encuentro casi desemboca en una matanza, pero extrañamente, al cabo de un rato Younghusband, sus seis gurkas (guerreros indios de origen nepalí) y los bandidos estaban compartiendo té y cigarros, riendo y charlando distendidamente como grandes amigos. Younghusband no tardó en sospechar que los bandidos recibían órdenes y que no tenían más remedio que cumplirlas. Al día siguiente, escoltados por siete de sus nuevos amigos partieron de la fortaleza. A unos 15 kilómetros se encontraron con un emisario del soberano de Hunza. Llevaba una carta dirigida a Younghusband en la que Safdar Ali expresaba su deseo de recibirle.

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Familia en su casa, Shimshal

Días más tarde Younghusband conoció al hombre que desde hacía años ordenaba los asaltos, secuestros y asesinatos que sufrían los comerciantes, y que no había dudado en matar a sus padres y a sus dos hermanos para acceder al trono. Safdar Ali no mostró ningún temor ante las advertencias de Younghusband, pues creía que la reina de Inglaterra, el zar de Rusia y el emperador de China no eran más que jefes de tribus vecinas con un poder muy inferior al suyo. Para demostrar la superioridad de su ejército, Younghusband ordenó a los gurkas disparar sobre una roca situada a unos 600 metros de distancia. Las seis balas acertaron en el blanco, pero Ali no se inmutó. A lo lejos un hombre descendía hacia el valle por una escarpada senda tallada en un risco. “Que le disparen”, dijo Ali. Younghusband contestó que no podían hacerlo porque probablemente acertarían. “¿Y qué importa si le dan? Ese hombre me pertenece”, respondió Ali.

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Calle, Peshawar

A mediados de diciembre de 1891, tras varias batallas sangrientas, las tropas británicas de Durand conquistaron el reino de Hunza. Pero Safdar Ali logró escapar, refugiándose en Xinjiang, China.

Después de cruzar el puesto de control militar de Afiyatabad, muy cerca de la pequeña población de Sost, arranca una angosta y tortuosa pista que asciende hacia el pasado. Detrás dejamos una cola formada por decenas de camiones procedentes de China repletos de productos baratos y de baja calidad, bloqueados por los comerciantes locales, que ven amenazada su subsistencia. Tardarán más o menos tiempo, pero acabarán pasando.

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Ante nosotros se despliega un paisaje cuajado de precipicios, desfiladeros y montañas sin nombre, tan agrestes y empinadas que sin duda nadie las ha ascendido jamás. Suerte que por aquí no hay ninguna montaña de 8000 metros. De ser así este sería un lugar muy diferente. 60 km y cuatro horas más tarde, ya de noche, llegamos al pequeño pueblo de Zood Khun, enclavado a unos 3300 m de altitud en el recoleto valle de Chapursan. Sus habitantes viven tan al margen del gobierno que ni siquiera les está permitido votar. Quizá sea porque son ismaelitas (herejes para algunos suníes conservadores) o porque suponen más una carga que un beneficio para el estado, que más o menos los ha abandonado a su suerte. Hace unos años el ejército restringió o prohibió el acceso de los extranjeros a esta zona fronteriza con Afganistán. Antes, de tanto en tanto llegaba algún turista no pakistaní para visitar el templo de Baba Ghundi Ziarat, obra de un santo sufí errante con supuestos poderes milagrosos que llegó a Chapursan desde Tayikistán atravesando el corredor de Wakhan, en el vecino Afganistán. En una amplia explanada Baba Ghundi levantó un santuario, que desde entonces es un lugar sagrado de peregrinaje para chiíes e ismaelitas del norte de Pakistán y la zona de Wakhan.

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La casa de Alam es una construcción tradicional wakhi. Tiene una sola estancia soportada por varias columnas de madera y una claraboya central por la que se filtra la luz diurna. No hay mesas ni sillas. Se come y se duerme en el suelo, forrado con mullidas alfombras. En el centro se encuentra la imprescindible estufa de leña, que en invierno permanece encendida día y noche para poder soportar las bajísimas temperaturas que congelan Zood Khun durante varios meses al año.

Nuestra pequeña casa, donde nos alojamos Marta y yo, está presidida por un cuadro pintado en la pared que representa unas montañas de tonos rojizos. A la derecha de las montañas se lee la frase “Live without borders” (Vive sin fronteras), que resume el modo de vida de los amantes de la aventura y la libertad. Es obra de Matthieu Paley, autor de varios libros y artículos sobre la vida en las montañas del Pamir, el Hindukush y el Karakorum.

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—Me gustaría ir con vosotros, pero ya no puedo caminar como antes, me duele la rodilla —se disculpa Alam—. Crecí con mi madre en estas montañas. Cuando era niño la acompañaba a llevar el ganado hasta los pastos de verano. Yo nunca fui a la escuela; entonces la vida era diferente. En sus intensos ojos azules se adivina un deje de nostalgia, el recuerdo de tiempos pasados.

Una leyenda defiende que el color claro de la piel y el cabello y el azul de los ojos de algunos habitantes de los valles de Hunza son rasgos heredados de los soldados de Alejandro Magno (Sikander lo llaman aquí). Otra posibilidad, más plausible, es que provengan de China occidental y Mongolia, donde se han descubierto restos de seres humanos con una antigüedad de 4000 años cuyo análisis genético determinó que tenían el pelo rojizo y los ojos azules.

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No cabe duda de que durante la infancia de Alam algunas cosas eran mejores, pero el paso de los años también trae cosas buenas. Ahora todos los niños y niñas pueden estudiar gracias a las fundaciones Aga Khan y Central Asia Institute, que han construido pequeñas escuelas en los lugares más remotos de las montañas. El libro Tres tazas de té, de Greg Mortenson (fundador de la organización Central Asia Institute), explica la apasionante historia de cómo el autor puso todo su empeño en mejorar las condiciones de vida en las zonas más pobres del norte de Pakistán.

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Alam ha recorrido incontables montañas y valles entre Afganistán y Pakistán. De joven salía de caza con su padre, principalmente a finales del otoño y en invierno, cuando el frío empuja a los íbices a descender en busca de hierba fresca. Tiempo después abandonó la caza y le invadió la pasión que mueve su vida: descubrir nuevos caminos hacia lugares desconocidos. La segunda y última edición de la guía Trekking in the Karakoram and Hindukush, de Lonely Planet, describe varias rutas por esta zona gracias a la colaboración de Alam. Luego, la artritis reumatoide avanzó con rapidez y le impidió seguir explorando su tierra.

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Al caer la tarde salimos a dar una vuelta por el pueblo. En un prado con vistas a las montañas nevadas del Hindukush dos niños vuelan una cometa. Es muy sencilla; está construida con dos palos de madera dispuestos en cruz y una bolsa de plástico. Los observamos durante un rato e inmortalizamos la escena en fotografía y vídeo. En realidad se necesita poco para ser feliz.

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En el país vecino, cuando los talibanes se hicieron con el poder en 1996 prohibieron el vuelo de cometas por considerarlo un pasatiempo inútil y contrario a las enseñanzas del Corán. A partir de entonces volar cometas se convirtió en un símbolo de rebeldía y de lucha por la libertad. Tras la caída del régimen fundamentalista del mulá Omar el nuevo gobierno de Hamid Karzai volvió a legalizar las cometas, y actualmente su vuelo es una actividad muy popular entre niños y adultos.

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Después de la cena disfrutamos de una serie de poéticas canciones wakhi, bellamente interpretadas por Shirin, Alam y Hafeez. Meses después, esas canciones darían forma a la banda sonora de la película 1000 tazas de té. Recuerdos de Chapursan. Si no fuera por algunos detalles esta escena podría desarrollarse en una época lejana, cuando Chapursan pertenecía al principado de Hunza y la frontera con Afganistán era más difusa y permeable. La madre de Alam, de 92 años, ha vivido todos los cambios que se han producido desde la construcción de la pista de tierra que llega a Zood Khun. Antes había que ir a caballo y la gente apenas abandonaba el valle. En estas zonas de montaña se han preservado costumbres ancestrales gracias a su aislamiento del resto del mundo. Desde nuestra óptica se trata de lugares idílicos y auténticos, pero la realidad nunca es tan bonita. Los lugares anclados en el pasado tienen cosas buenas y cosas malas. Por ejemplo, hasta hace pocos años la endogamia, habitual en sociedades recluidas y aisladas, provocaba el nacimiento de algunos niños con defectos genéticos.

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Según los planes iniciales varios yaks iban a llevar nuestro equipaje. Una gran noticia, no solo porque así podríamos ir ligeros de peso, sino también porque para nosotros los yaks son animales exóticos que quedan muy bien en las fotos y los vídeos. Pero luego los yaks fueron sustituidos por burros, más pequeños y ágiles. Era una opción menos atractiva desde el punto de vista fotográfico, pero aun así nos llevarían la mayor parte del equipaje. Finalmente los burros desaparecieron por alguna razón desconocida. Quizá lo entendimos mal desde el principio, todo es posible. La frase ‘Ya se verá’ define la filosofía vital de los wakhi. Los planes se hacen y se deshacen con la misma facilidad con la que cambia el tiempo, y el inglés pakistaní es suficientemente impreciso para que el significado de las palabras quede abierto a múltiples y variadas interpretaciones.

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Sin la ayuda de yaks ni burros nuestras mochilas pesan 17 kg cada una. No está nada mal, teniendo en cuenta que vamos a caminar durante dos semanas con todo el equipaje y la comida a cuestas. Nuestros acompañantes, Hafeez (Muki), Sikander Azam e Is Rõr Karimi, llevan algo más de peso, entre 20 y 25 kg cada uno. Sus vetustas mochilas están llenas de remiendos y tienen pinta de ser bastante incómodas. Sin duda han vivido multitud de aventuras.

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Llevamos unas dos horas de ascenso por un camino pedregoso aunque relativamente cómodo. Viento, nubes oscuras y lluvia ligera. No falta mucho para el primer campamento, pero por lo visto, para Hafeez, Sikander e Is Rõr ha llegado la hora de comer y beber choi (té hervido con leche). Cada vez estoy más convencido de que nuestra ruta por el Karakorum va a ser una excursión dominguera. Si cada dos horas hay que parar para comer y en tres horas llegamos al siguiente campamento, mal va la cosa.

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Hafeez es granjero y muki (líder religioso de una comunidad), Is Rõr minero y Sikander, hijo de Alam Jan, granjero. Además, todos ellos hacen trabajos temporales de cualquier tipo, y en verano son guías de montaña. Tal como van equipados no parece posible hacer la ruta prevista. Tejanos, zapatillas, botas medio rotas... Pero para ser justos, en Pakistán resulta muy difícil conseguir un equipo decente de montaña.

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La idea ingenua de que vamos de paseo dominguero se desvanece por completo al día siguiente. Peligrosa, traicionera y exigente, así es como definiría la ruta que seguimos a lo largo del glaciar Kuk-e-Yaz. A las pocas horas todos nos hemos caído, aunque afortunadamente sin consecuencias. Una lesión importante supondría un problema muy grave, pues aquí no hay forma de organizar un rescate. Es lo que tiene la aventura, una buena dosis de riesgo incontrolable.

Por la noche, en la pequeña cabaña de piedra donde cenamos, Is Rõr talla hábilmente una cuchara de madera con la preciada navaja suiza de Sikander. Hoy toca sopa con fideos.

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La nieve caída durante la noche nos obliga a permanecer un día entero en el campamento. Ante nosotros se despliega un paisaje agreste, implacable y bello. De fondo se oye el murmullo del glaciar en su lento y constante avance hacia el valle; de vez en cuando una roca se precipita en una de las infinitas grietas de hielo. Enfrente, una montaña rojiza cambia lentamente de tonalidad a medida que el Sol se acerca al horizonte. Reconocemos la montaña que Matthieu Paley pintó en una de las paredes de nuestra casita en Zood Khun.

Tras varios días de ruta por la morrena del glaciar, con pendientes de vértigo y sin apenas espacio para colocar los pies, a más de 4000 metros de altitud descubrimos un cercado de piedra seca. En su interior hay multitud de minerales de cuarzo de distintos colores, algunos con preciosas incrustaciones de diversos colores.

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—La mina está allí arriba —dice Sikander—, junto a esa zona de piedra más oscura.

—¿Y cómo se llevan el cuarzo? —preguntamos.

—A cuestas, en la mochila.

Los mineros cargan con 25 kg de piedras más su equipo personal; en total no menos de 35 kg.

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—¿Y es rentable? —pregunto.

Is Rõr, que es minero, contesta inmediatamente que sí.

—¿Llevando tanto peso a la espalda no hay accidentes?

—Sí, a veces sí, alguno hay.

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Las lacónicas y simples respuestas de Is Rõr refuerzan el significado de sus palabras. En esta tierra recoger mineral de cuarzo es una buena forma de ganarse la vida, a pesar de los evidentes riesgos que comporta. Una caída desafortunada y se acabó. Si no tienes dinero para costear los tratamientos médicos puedes quedarte cojo para toda la vida. A partir de la mina nos adentramos en terreno desconocido. Ninguno de nosotros conoce el camino hacia el collado Yoksh Goz (Pastos del íbice), que da acceso al glaciar Batura.

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Antes de comenzar la excursión Alam nos mostró un antiguo mapa en blanco y negro colgado en la pared.

—El collado no está indicado en el mapa —señaló Alam.

—¿Pero existe? —le pregunté sorprendido.

—Sí, existe, yo lo he cruzado dos veces. Pero si estuviera indicado la gente podría ir — sentenció con una sonrisa.

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Lo cierto es que el gobierno pakistaní no publica mapas topográficos para uso civil, de modo que los pocos que existen son bastante rudimentarios e imprecisos. Estamos en un lugar prácticamente en blanco, como la mayor parte de Asia Central hasta finales del siglo XIX. Me viene a la memoria la exploración del Tíbet por el impero británico, que se impuso el monumental trabajo de cartografiar una zona inhóspita e inmensa y descubrir sus tesoros escondidos.

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La progresión es lenta y penosa. Varios pasos sobre terreno firme y al siguiente nos hundimos hasta la rodilla o la cadera. Es fácil quedarse atrapado entre las rocas que hay bajo la nieve. Nadie se queja. Seguimos hacia el collado Yoksh Goz, bautizado por Alam Jan, la primera persona en cruzarlo. Nos detenemos para comer en una fuerte pendiente llena de rocas sueltas, unos 50 metros por encima del glaciar. Un resbalón y nada podría detener la caída. De fondo se escuchan los crujidos del glaciar y el grave murmullo de las avalanchas de nieve. Trato de imaginar una posible ruta hacia la cima del pico Kuk Sar, pero no lo consigo. Todo es demasiado empinado, y sobre los resaltes rocosos hay muros de nieve en un equilibrio aparentemente imposible que amenazan con derrumbarse en cualquier momento.

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Zood-Khun, Chapursán

Poco a poco vamos ganando altura. Picos afilados, valles y glaciares hasta donde la vista alcanza. Hafeez e Is Rõrson los que más sufren los efectos de la hipoxia. Desde arriba miro como avanzan, muy despacio, inclinados hacia delante, cargados como mulas. Por primera vez Marta los adelanta.

—Creo que el collado está por allí —me dice Sikander señalando hacia la izquierda, unos 100 metros por encima de donde estamos.

La alternativa, un collado a la derecha y mucho más lejos, tiene mala pinta. Rocas, hielo y una cornisa de nieve con forma de ola prometen una ascensión incierta y peligrosa.

Dentro de la tienda, con el cuerpo magullado y los músculos doloridos tras largas horas de ascenso, disfrutamos de un merecido descanso antes de la cena.

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Zood-Khun, Chapursán

—¡Tato, vamos al collado para ver si es el bueno! —me invita Sikander desde fuera.

—¿Ahora? —contesto con incredulidad.

—Sí, ahora. ¿Vienes?

—Vale, ahora salgo.

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Camp. Corral Trekking glaciar Kuk-e-Yaz

Me da una pereza indescriptible abandonar el abrigo del saco y empezar a caminar hacia el collado de la izquierda, pero es mejor saber si es o no el correcto cuanto antes. En poco más de media hora comprobamos que no lo es. Un gran fastidio, pero así son las cosas.

Sobre las cuatro de la madrugada ya estamos en pie. Las botas heladas, duras como piedras. Un frugal desayuno y nos ponemos en marcha. Poco a poco nos acercamos al collado, y cada vez me parece más peligroso tratar de cruzarlo. Desde la base estudiamos la pared para dar con la mejor línea de ascenso. Las rocas quedan descartadas. Mejor la pala de nieve dura. Sin duda, más avanzado el verano el itinerario sería más sencillo y menos peligroso, pero en junio hay mucha nieve en un equilibrio demasiado precario.

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Camp 2 Trek glaciar Kuk-e-Yaz

Is Rõr y Sikander empiezan a ascender en diagonal con la única ayuda de unos palos largos de madera. Un ligero resbalón e Is Rõr se desliza a toda velocidad pendiente abajo. Empiezo a subir, dejando la cornisa a la derecha por si se desprende. Por detrás, Hafeez y Marta. Alcanzo un resalte rocoso cubierto de hielo y nieve. Miro hacia mi izquierda y veo a Sikander dando volteretas sin control, rebotando contra la nieve. Cuando se recupera, él e Is Rõr vuelven a subir por otra zona un poco menos helada.

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Camp 2 Trek glaciar Kuk-e-Yaz

Apoyo la punta de los crampones en un resalte de la roca, clavo el piolet en el hielo y consigo superar el paso más comprometido. Un poco más arriba introduzco en la nieve una estaca para asegurar a mis compañeros. Alzo la vista y compruebo que el único modo de llegar al collado es atravesando la cornisa. Lo más probable es que se desprenda y nos lance a todos cuesta abajo. Marta patina varias veces en el hielo, pero poco a poco progresa. Hafeez resbala casi a cada paso, pero se mantiene en la pared. Le pregunto si todo va bien y contesta con un lacónico “very good” (muy bien). Sin crampones ni piolet es improbable que puedan superar el tramo de roca y hielo. Nadie parece percibir el peligro, así que finalmente les digo que lo mejor es dar media vuelta, que no vale la pena correr más riesgos. Todos asienten, aunque Marta insiste en que “igual lo podemos conseguir”.

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Kuk Sar peak, hacia camp 3 Trek glaciar Kuk-e-Yaz (1)

—¡Avalancha! —grita Marta emocionada. Una nube de nieve desciende a toda velocidad por la ladera del pico Kuk Sar. Afortunadamente estamos lejos, a unos 50 metros por encima de la lengua del glaciar. Saco la cámara de vídeo y empiezo a filmar. La avalancha alcanza el valle y rebota. El grave murmullo inicial se convierte en un bramido ensordecedor, y entonces somos conscientes de que nos va a arrollar. Nos lanzamos al suelo y en menos de un segundo nos alcanza el viento catabático empujado por la nieve a unos 200 km/h.

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Camp 4 Yoksh Goz pass (4850m), Trek glaciar Kuk-e-Yaz

Estoy en el hueco que forman dos grandes rocas. Una mezcla de nieve y cristales de hielo barre el paisaje. Cuesta respirar. La temperatura se desploma inmediatamente. Al cabo de un rato alzo la vista y lo veo todo blanco.

—¡¿Estáis bien?! —pregunto gritando.

Todos responden excepto Muki (Hafeez). Quizá la avalancha lo ha lanzado contra una roca, pero tras la incertidumbre inicial aparece cubierto de nieve. Estamos blancos y helados, pero vivos. La euforia del momento nos impulsa a reír y gritar. Hemos tenido mucha suerte. Más tarde, mientras cenamos en el campamento, Sikander nos dice que años atrás los abuelos de Muki murieron arrollados por una avalancha.

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Camp 3 (4120m) Kuk Sar peak, Trek glaciar Kuk-e-Yaz

Días más tarde nos encontramos subiendo a paso lento por una molesta ladera arenosa con rocas de múltiples tamaños en precario equilibrio. La situación es complicada. Las rocas se desprenden cada vez que damos un paso o cuando nos agarramos a ellas para progresar. Trato de ascender en diagonal hacia donde suponemos que está el camino, pero el suelo se desmorona bajo nuestros pies. A gatas, con rápidos movimientos de piernas y brazos, al borde del colapso y con los pulmones llenos de fuego, logro alcanzar la angosta senda, de no más de un palmo de ancho.

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Hacia Yoksh Goz pass (5200m), Trek glaciar Kuk-e-Yaz

—¡Ya estoy en el camino, pero por aquí no vengas que es muy peligroso! —le digo a Marta jadeando.

Ella trepa perpendicularmente a la pendiente. Parece imposible, pero poco a poco va ganando metros con su inmensa mochila negra a la espalda. Se agarra a una roca grande que empieza a moverse. Sin mochila desciendo a toda velocidad y consigo darle la mano en el último momento, antes de que la roca empiece a rodar cuesta abajo

Al cabo de varias horas llegamos a la zona de acampada. Un río somero y tranquilo cruza una amplia explanada de hierba y arena dibujando suaves meandros. Recogemos unos jugosos ruibarbos y nos sentamos todos juntos, asimilando las experiencias vividas, cada uno a su manera. Las vistas son magníficas; afilados picos cubiertos de nieve desaguan en el glaciar Yishkuk.

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Camp Mina, Trek glaciar Yishkuk

A pocos metros del campamento hay un cercado de piedra. En su interior diez tumbas rudimentarias recuerdan la peligrosidad de estas montañas. En uno de los lados hay una brecha causada por la nieve del invierno. En octubre de 1982, a unos 200 metros de nuestras tiendas de campaña, nueve adultos y un niño murieron mientras dormían sepultados por una avalancha. Eran pastores que habían venido a recoger el ganado antes del invierno. Al día siguiente el muro de piedra está reconstruido; un hermoso gesto de respeto hacia unos compañeros desconocidos que siempre permanecerán aquí.

Una senda desdibujada serpentea hacia ninguna parte. El ascenso no es fácil, pero aquí nada es fácil. Media hora más tarde, a unos 200 metros por encima del valle, aparece una sencilla cabaña de piedra junto a un cercado para cabras. En su interior una mujer remueve en silencio la leche que contiene una olla sobre la lumbre para elaborar un tipo especial de yogur. Hoy acamparemos aquí.

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Camp Mina, Trek glaciar Yishkuk

Al caer la tarde una nube de polvo envuelve al rebaño de cabras que desciende por la empinada montaña que hay frente a la cabaña. Han pasado todo el día en los pastos de verano, más allá de donde alcanza la vista. En poco más de 20 minutos llegan acompañadas del pastor, un hombre menudo y recio con la piel ajada por toda una vida a la intemperie. Al amanecer volverá a subir y no regresará hasta que el sol se aproxime al perfil de las montañas. Su mujer ordeña las cabras cada mañana, elabora productos lácteos y prepara la comida. Llevan una vida dura, sencilla y austera, sin ninguna de las comodidades a las que estamos acostumbrados en los países desarrollados.

Al día siguiente, durante el desayuno le regalo a Is Rõr mi navaja suiza.

—Gracias, gracias —responde con voz queda mientras observa la navaja.

Apoyados en la pared de la cabaña, bajo el cálido sol de la tarde saboreamos un delicioso vaso de yogur caliente.

—¡Muki! Ches (chinchín)!

Chocamos los vasos y sonreímos, compartiendo tácitamente un momento que resume dos semanas de intensas experiencias.

CONTACTO Y DATOS DE INTERÉS

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Tato Rosés

Tato Rosés (Sarek) (1)

Fotógrafo, guía de viajes y traductor especializado en libros de fotografía, medicina y deportes. Entusiasta de los viajes, la aventura y la montaña. 

He publicado tres libros sobre fotografía de viaje y técnica fotográfica. Aventurero y gran entusiasta de la montaña. Desde hace años viajo por todo el mundo para recopilar experiencias e imágenes.

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Marta Bretó

Marta Bretó (Bialowieza) (1)

Fotógrafa de naturaleza y guía de montaña y de viajes. Disfruto recorriendo los paisajes más variados y las noches más estrelladas con la intención de captar en imágenes momentos efímeros de gran belleza.

Amante incondicional de la naturaleza y la fotografía, he convertido mi pasión en mi forma de vida. 

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