miércoles. 24.04.2024
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Cuando un niño de 7 años te pide algo por su cumpleaños, lo usual es que, si la petición es razonable, se le conceda. Alexander le pidió a su madre que dejara de fumar y Jennifer aceptó el reto que ello suponía: sustituyó el tabaco por el deporte. Corrió maratones, ultramaratones y cruzó 8 países (Francia, Islandia, Rumanía, varios países de Suramérica juntos, Thailandia, India y México). Cuajada de lesiones y fracturas en sus piernas, pensó que estaba lista para un nuevo reto: nadar en el océano. Ella cree sinceramente que en la habilidad para cambiar está el secreto del éxito. Increíblemente, Jennifer Figge, protagonista del libro de la autora Ana Alemany titulado Mujeres de los mares, de www.edicionesdelviento.com nunca se ha considerado una deportista de élite.

12 de enero de 2009. Una camiseta de natación firmada por sus familiares y amigos, un traje de neopreno completo y una gorra roja fue lo que llevó Jennifer Figge, además de embadurnarse la cara y manos con óxido de zinc, para nadar a través del océano Atlántico y así, por un lado cumplir su sueño y, por otro lado, entrar a formar parte de la historia. Tenía 56 años. Era su primer cruce en el Atlántico. Luego le seguirían otros.

 Aunque su intención era alcanzar el Caribe en su larga travesía de muchos días, las fuertes corrientes y los grandes vientos la desplazaron hacia el sur, hasta una isla de Trinidad, donde tocó la orilla el 5 de febrero. Jennifer estuvo compañada en todo momento por "Carried Away", un catamarán de 48 pies y un equipo de 5 personas, incluido un buzo de rescate y un médico. La jaula contra tiburones que le habían preparado, no la pudo utilizar porque el mar era demasiado bravío, así que Jennifer confió en un "escudo para tiburones" atado a su tobillo derecho como única protección. Hubo durante toda la travesía un incesante riesgo de ser alejada del barco de escolta por la corriente, con grandes olas de hasta 9 metros. Pero todo ello no hacía sino mostrar más alicientes a esta moderna sirena.

En los 10 primeros días de la travesía de 2010, la nadadora sufrió el ataque de 6 escualos, aunque ninguno llegó a morderla. Sin embargo, para combatir esos ataques, pintaron a Jennifer unas rayas blancas en su traje negro de natación, simulando una serpiente de mar venenosa. Y a partir de ahí, los avistamientos se reducieron considerablemente. Una gran ballena amenazó a la embarcación con un cabezazo y también a Jennifer, pero la cosa solo quedó en una anécdota más.

La alimentación fue uno de los principales pilares para conseguir el éxito en estos retos. Y el equipo lo sabía. Para desayunar tomaba pasta o patatas con queso parmesano que le preparaba el capitán húngaro Tamas Hamor. Hidratos de carbono puros. A las 9 en punto Jennifer comenzaba su jornada durante 6 o 7 horas, dependiendo de las condiciones climatológicas, el viento o la luz. Sara Hajdu, compañera del equipo, se encargaba de arrojarle suficientes bebidas cada 30-45 minutos para combatir una no deseable deshidratación. Y la norteamericana se dedicaba a nadar y a disfrutar. Jennifer normalmente regresaba a bordo entre las 4 y las 5 pm, ya que esa es la hora en la que tenían comprobado que se alimentan los tiburones y ella no quería servirles de aperitivo.

Muchas picaduras de medusas e incluso algunas de medusas portuguesas adornaron su cara durante este recorrido. Pero ella ni se inmutó. La tripulación afirmó: "Tiene una gran resistencia al dolor y una buena dosis de temeridad... Nosotros, sobre el barco, pasábamos más miedo que ella. Jennifer no hace esto por los récords. Simplemente porque está enamorada del mar". Ella lo define como "el romance en el medio de todo."

Jennifer realizó varios cruces del Océano. En 2013 completó su cuarto cruce del Atlántico. Salió de Cabo Verde el 8 de abril y alcanzó las costas de Antigua en el mar Caribe el 9 de mayo. 

Pero... ¿por qué el Océano Atlántico?

La idea surgió en 1964, en un vuelo a Italia, junto a su madre Margarita Roberti, una cantante de ópera que vivió en Milán 17 años. Estaban en medio de una tormenta, con un gran aparato eléctrico y muchas turbulencias. El pasaje estaba aterrado, pero no Jennifer, que disfrutó mucho de esa situación. Entonces, la pequeña Jenny le dijo a su madre: "Ojalá caigamos y nos metamos en una de esas balsas salvavidas en medio del Atlántico. ¡Qué emocionante sería!".  Esa tormenta y sus turbulencias fueron el germen, la semilla de las que surgieron los diversos cruces en los océanos.

Ahora, Jennifer ha enterrado el mar abierto, y afronta más retos: un nuevo mundo de estrechos y canales. De Turquía a Grecia, el estrecho de Bonifacio, De Tiran a Egipto, Cozumel, de Malasia a Singapore, Canal Au Au de Hawai, Santa Barbara o St. Barthelemy entre otros. Probablemente, si a esta nadadora le vendasen los ojos y atasen las manos, y la dejaran en medio de una superficie de agua salada, ella podría averiguar dónde se hallaría. Únicamente probando la salinidad.

La travesía más larga de las que ha realizado ha durado 41 días. Y fue de Cabo San Lucas a Hawaii, en 2011. En ella, coincidió con la migración de ballenas jorobadas y se vio inmersa en el krill con el que se alimentaban. Recordando ahora aquello, ¡las sombras de los mamíferos eran del tamaño de un pequeño aeroplano! "He pasado momentos de terror", dice Jennifer. Pero la convicción de esta mujer le impide rendirse. En esos casos suele pensar en los desafíos que los miembros de su familia han tenido que sufrir: cáncer, amputaciones, muertes por abrasamiento.... "¡Qué afortunada soy. Sólo voy a darme un baño!". Su corazón alberga una profunda fe. A bordo, un poco de agua bendita de su iglesia católica, y una pequeña imagen tallada en madera de la Virgen María le facilitan el camino.

"Como en la vida misma, cuando estás nadando no puedes ver hacia donde estás yendo. De repente divisas pájaros y aviones, y puedes oler la tierra. Estás llegando. Es el fin de las olas."

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