jueves. 28.03.2024
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...A ustedes, viajeros solitarios

con rasgos nórdicos y larga melena dorada,

ustedes, caminantes de corazón intrépido, que al igual que yo, buscáis refugio en estos lugares,

buscáis un significado y vosotros mismos.

Gracias.

Al igual que yo, en las afiladas cumbres y en el frío vigorizante de montaña, buscáis un reto que os devuelva a la vida, una prueba que os confirme vuestra existencia...simplemente andando....

Y luego, al caer del día regresáis, cansados y realizados, de vuestras largas caminatas y os acostáis desarmados a los tenues rayos del último sol que pronto se irá a dormir detrás del gran Pelmo.

Ustedes, que después de una cálida y acogedora comida, os abandonáis al calor de vuestra cabaña, cediendo felizmente a ese dulce agotamiento que os invade y aniquila los sentidos, para volver a repartir, al día siguiente, en busca de un nuevo sol.

Gracias. Porque haberos encontrado me ha llenado de ese sentido que vosotros tan fervorosamente andáis buscando, de esa misma búsqueda de identificación y plenitud que perseguís y que yo, tan naturalmente, en vosotros he saciado.

¿Qué fue lo que hizo que nuestros caminos se encontraran? Por un momento fugaz... para volver enseguida a fluir de nuevo en nuestros propios senderos, a las montañas de nuestra propia vida. Gracias por llenarme una vez más de esa inspiración insaciable de la vida, por hacerme soñar de nuevo con su belleza, con sus encuentros fugaces que tanto te dejan si uno sabe reconocer su valor.

Nunca olvidaré esos ojos cansados al ensombrecer de la noche, esa expresión de temerosa dulzura que luchaba fuertemente por salir, por concederse de una vez por todas, a otros ojos deseosos de alimentarse de ella…


En la montaña cualquier cosa puede convertirse en una fuente de inspiración. Cualquier cosa, como el simple y ordinario encuentro con algunos caminantes, puede ser leída en clave poética y dejar espacio al natural fluir de pensamientos y reflexiones sobre el significado de la vida y del valor de las interacciones humanas. Porque es cierto que el caminar en montaña representa una auténtica alegoría de la condición humana, una alegoría que te enseña que tras cada subida siempre habrá un descenso y que un gran esfuerzo siempre será recompensado con una gran satisfacción. Caminar en montaña te enseña esencialmente a desarrollar comprensión y respeto, humildad y empatía, para los otros, pero especialmente para algo que es más grande de ti, esta sublime y maravillosa, y tal vez despiadada, naturaleza. En ella se puede encontrar plenitud y pertenencia, armonía y acuerdo, pero también una temerosa admiración por un oráculo que no tiene piedad ni compasión para nadie, que tal vez suele enseñar sin miramientos, sin ofrecer segundas oportunidades, pero que te lleva, poco a poco y con conciencia a medirse con sí mismo y a mirar dentro del gran abismo espiritual que vive en cada uno de nosotros.

La montaña, con sus palabras silenciosas, es una divina maestra, un viejo sabio, fuente de sabiduría y de conocimientos, te enseña a ser paciente, a saber dar al tiempo su merecido, a aprovechar de cada momento sin expectaciones y prisa, porque lo importante, al final, es el acto mismo de caminar. Alcanzar la cumbre no sería un momento tan fantástico y sublime sin el descanso de haber marchado, sin el camino mismo que nos ha llevado allá.

Caminando por las alturas recorremos paralelamente un camino psicológico de meditación y introspección, en ese acto que nada más es que un proceso meditativo y poético de autodescubrimiento, de sí mismo, de fuerza y resistencia mental y física, pero también de descubrimiento del otro.
De hecho, el encuentro con otros viajeros no es tanto la materialización de la conciencia de que no somos solos, cuanto el reconocimiento de que lo que nos anima es la misma búsqueda de significado y libertad que anima la humanidad misma, y así la solitud sigue siendo solamente una condición física y las diferencias meras construcciones de nuestra mente.
Avanzando y caminando en altitud, estas realizaciones emergen libremente, dando lugar a un cálido y tierno sentimiento de hermandad y unión, un sentimiento de compromiso colectivo en una misión común.

Esa sensación fue más que nunca palpable al llegar en una noche de verano en un pequeño refugio de montaña encaramado en un precipicio a 1823 m de altitud en las Dolomitas italianas.
Fue allí donde, tras varias horas de marcha y bajo el resplandor lunar, encontré, literalmente, "refugio" y una buena comida caliente para avivar el alma. Fue allí donde a mis ojos se manifestó maravillosamente el significado propio de la palabra “refugio”: abrigo, defensa, protección contra los peligros y conflictos, abrigo contra el frío y el hambre, pero también, metafóricamente, abrigo contra las diferencias y las disparidades, contra lo que fragmenta más potentemente a la humanidad. Porque es en el ambiente de montaña donde se pueden todavía encontrar todos los valores que el tiempo ha barrido amargamente, pero en los cuales el montañero sigue creyendo, porque él no ha abandonado su fe en la humanidad, su capacidad de soñar y de esperar en algo, mientras sigan existiendo cumbres que conquistar. Estos valores: la predisposición por ayudar y compartir, el enfoque de auténtica humildad, bondad y respeto, resuenan con aún más potencia en la altitud, a mil metros de distancia de la fría y austera individualidad que desgarra nuestra sociedad actual.

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Y así, bajo una espesa alfombra luminosa, toma vida un animado núcleo de encuentros, de intercambio y de amor, un pequeño rincón remoto en lo alto de un acantilado que contiene cuanto más hay de humano en el mundo: el sentimiento de fraternidad entre viajeros. Entre un trozo de pan compartido, una copa de vino tinto y una historia contada a la tenue luz de una vela, surge la armoniosa unión que cubre cada extranjero con un velo de familiaridad con el que puedes identificarte, reconocerte y fundirte. Al calor de un fuego crepitante, tras el olor de madera y tabaco, los viajeros se reúnen para compartir sus historias, sus relatos de viaje, sus esperanzas y deseos, sus miedos y expectativas. Y poco a poco, desaparece la indiferencia, la fría y amarga desconfianza hacia un desconocido y el miedo que conlleva. Porque, es cierto que a medida que aumenta la altitud, también aumenta el grado de humanidad, y así desaparecen las barreras físicas y mentales, las ideologías políticas y las religiones. Se aniquilan los dogmas y las instituciones, las creencias y los prejuicios. Frente a la necesidad de ayuda y socorro que se puede encontrar en montaña, nos volvemos ciegos al color de la piel y al de las banderas, lo que surge es el deseo de ayudar, de dedicar sus propias energías y recursos en beneficio del otro, para salvar una vida que quizás, en un futuro próximo, podría ser la nuestra.

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En montaña el viajero se transforma automáticamente en el espejo de nosotros mismos y entonces ayudar a el otro significa esencialmente ayudar a sí mismo. Es esa idea del desinteresado y auténtico deseo de ayudar que se refleja también en los hitos de piedra que han sido construidos por los caminantes con el objetivo de ayudar a otros viajeros en los lugares más inaccesibles, cuando la espesa niebla no te permite identificar algún punto de referencia.
Cada viajero que encuentras se convierte así en una parte de tu viaje, en una de las muchas piedras, o hitos, que crean tu camino y que contienen un poco de esta libertad y bondad humana que sólo se forma a una cierta altura, por encima de todo. Este sentimiento que emerge de la necesidad de entregarse al otro ciegamente y desinteresadamente, de ayudarse mutuamente y realizar esa comunión con la naturaleza que muchos llaman Dios, y que para otros es simplemente vida.