“¿Con qué no vas a poder? Si yo he visto flores romper asfaltos”, dice una motivadora frase de R. Islas. La primera vez que la leí, acompañada de una imagen que muestra lo mismo que la sentencia expresa, me encantó. Es decir, que por muy fuerte que sea la adversidad y muy débil que te sientas frente a ella, ahí tienes el ejemplo de que se puede. Siempre llamaron mi atención las construcciones tomadas por la vegetación, una vez olvidadas por los humanos. La naturaleza retomando su lugar y volviendo a brotar en ventanas, quicios de puertas, paredes, suelos y techos, convirtiéndose en alfombra, tapiz o cortina.
Hemos construido ciudades de cemento y asfalto, donde la naturaleza queda relegada y encerrada en jardines y parques, jardineras, macetas, rotondas, círculos de hierro y hormigón con la tierra suficiente solo para ser regadas y subsistir.
Últimamente hasta los parques se cubren con cemento sobre el que se dibujan baldosas, y en las zonas infantiles se sustituye por un suelo blando, en el que minimizar los daños de las aventuras y desventuras de los ciudadanos en miniatura. Caer sobre blando ya no es caer sobre hierba.
Y me pregunto qué sentido tiene este plan en contra de las avenidas arboladas, de la tierra y el barro en los parques, de la hierba abriéndose paso y sirviendo de colchón en las tardes de primavera. Nuestros ojos con el paisaje se vuelven grises, como nuestros pulmones tragando humo. En verano, nuestra piel y nuestros pies se queman con el calor que ninguna sombra disipa y que las aceras rebotan.
Y cuando volvemos a tomar las calles después del confinamiento nos damos cuenta de que donde más gente nos encontramos paseando es en las riberas de los ríos, en las afueras de las ciudades que siguen libre de edificaciones, en los parques donde aún quedan árboles. No hemos echado de menos cemento, asfalto y compras; lo que piden nuestros pulmones, nuestros ojos, nuestro organismo, es volver a la naturaleza. Quizá solo fuera un espejismo hasta que los bares volvieron a cubrir el asfalto público con sus terrazas privadas, pero era la llamada natural de nuestro cuerpo, más sabio, en muchas ocasiones, que nuestra mente. Nuestro animal natural frente a nuestro animal cultural.
¿Qué ciudades imaginamos? En el centro y sur de nuestro país volveremos a oír hablar del verano más cálido de los últimos años, y se nos dirá que bebamos mucha agua, que no salgamos en las horas centrales del día y que nos pongamos protección solar. Y tendremos que encerrarnos cada uno en su casa, otra vez, para poder sobrevivir a esos días. Aislamiento de supervivencia climática.
Lo que nadie nos dice es que los árboles pueden hacer que la temperatura de la ciudad disminuya una media de diez grados. El telediario no nos insta a reclamar a nuestros decisores que planten árboles y los cuiden para que podamos seguir utilizando el espacio público, para reducir el consumo de los aires acondicionados y para beneficio de aquellos que no gozan de ellos. Para beneficio también de niños y progenitores, que puedan salir a jugar durante más tiempo. Para beneficio de aquellas personas mayores que pasan el día en soledad en sus casas, que puedan volver a sentarse “al fresco” porque hay donde cobijarse durante más tiempo del calor. Para hacer comunidad cuando podamos encontrarnos frente a frente.
Tal vez esas flores que rompen el asfalto no solo me llamen la atención por su fuerza pese a su supuesta debilidad frente al duro hormigón. Puede que lo que esté sintiendo sea la necesidad de reclamar naturaleza. Ver tonos verdes, ocres, marrones, y colores diversos de las flores. Ahora que podemos salir de nuevo y que los bares abren, es un acto político estar bajo un árbol en una plaza, en un parque, leyendo, conversando, haciendo deporte, compartiendo. Quizá lo que me esté llamando, sea la vuelta al cara a cara, a la tribu. Ser flor rebelde que rompe el asfalto de lo cotidiano para reclamar lo esencial.
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