martes. 19.03.2024
Sierra de Guadarrama

Hace ya algunos meses, a través de un obituario publicado en el diario El País, supe de la muerte en Ciudad de México de Enrique de Rivas Ibáñez (1931-2021), uno de los últimos representantes de la llamada «generación hispano-mexicana» integrada por los niños españoles que llegaron a aquel país acompañando a sus padres en el éxodo republicano al acabar la guerra civil, algunos de los cuales destacaron después como escritores, poetas, artistas, arquitectos y científicos de la segunda generación del exilio español en México. Ello me ha dado pie para escribir esta entrada, pues la figura poliédrica de Enrique de Rivas como poeta, crítico y ensayista es hoy muy poco conocida en España, y, aunque no tuve la oportunidad de tratarle personalmente, hace ya veinte años mantuve con él correspondencia manuscrita y algunas conversaciones telefónicas sobre un asunto que nos interesaba a los dos, y seguramente también a los lectores habituales de esta bitácora. El asunto de marras no era otro que la recuperación del patrimonio cultural de la sierra de Guadarrama, en este caso asociado a la memoria de su abuelo, el teniente coronel José Ibáñez Marín, uno de los impulsores del excursionismo de la primera época en nuestras montañas, aunque fue mucho más que eso, como verá quien siga leyendo. Y quiero escribirla, además, para evitar en la medida de mis posibilidades lo que Enrique de Rivas se temía y me manifestaba en aquella correspondencia que mantuvimos hace dos décadas, refiriéndose a «esa intrahistoria española que no se escribirá nunca».

Enrique de Rivas Ibáñez era hijo de Cipriano Rivas Cherif (1891-1967), cuñado y confidente del presidente de la Segunda República Manuel Azaña, y de Carmen Ibáñez Gallardo, hija del mencionado militar y de Carmen Gallardo Martín-Gamero (1874-1951). Esta última, su abuela, una de las primeras mujeres que cursaron estudios universitarios en España, se casó en segundas nupcias con el poeta Enrique de Mesa (1878-1929) tras la muerte trágica de su abuelo José Ibáñez Marín en la guerra de Melilla, en julio de 1909, episodio luctuoso y macabro del que hablaremos más adelante. Por ello este poeta, hoy considerado como el máximo representante de la lírica literaria vinculada a la Sierra de de Guadarrama, era considerado por nuestro protagonista como su segundo abuelo materno.

En esta fotografía familiar de 1935, Enrique de Rivas aparece a la derecha en brazos de su padre,
Cipriano Rivas Cherif. A la izquierda en segundo plano, Manuel Azaña (Archivo de la familia Rivas Ibáñez)

Cipriano Rivas Cherif, su padre, era un destacado director teatral, dramaturgo, poeta y periodista, que por su estrecha relación personal y profesional con Federico García Lorca estrenó con la compañía de Margarita Xirgu algunas de sus obras más conocidas, como La zapatera prodigiosaBodas de sangre, Doña Rosita la soltera Yerma, aunque es hoy también recordado por su nombramiento como cónsul español en Ginebra al comienzo de la guerra civil. Allí fue víctima del conocido robo de parte de los cuadernos que contenían las memorias manuscritas de su cuñado Manuel Azaña, que éste le había encomendado para su custodia y que fueron entregados a la prensa del bando sublevado para su empleo como propaganda difamatoria contra el presidente de la República y otros políticos de su gobierno. Al acabar la contienda, la familia Rivas Cherif al completo acompañó a Azaña al exilio francés, y allí fueron detenidos por la Gestapo el 10 de julio de 1940. Enrique de Rivas tenía entonces nueve años y lo recuerda en su libro de memorias de infancia Cuando acabe la guerra, en el que describe cómo aquel día su madre entró con el rostro demudado en la habitación que compartía con su hermano mayor, Ramón, tras la irrupción de los soldados alemanes en la casa familiar de la localidad de Pyla-sur-Mer, cerca de Burdeos, pidiéndoles que se vistieran rápidamente porque tenían que marcharse, y cómo éste, dándose cuenta de lo que pasaba, escondía apresuradamente bajo la almohada un retrato de su tío, que poco antes se había trasladado a Montauban, en el territorio de la Francia de Vichy no ocupado por los alemanes. Cipriano, su padre, fue entregado a las autoridades de la España vencedora, que le condenaron a muerte, mientras el resto de la familia se exiliaba en México en junio de 1941, viaje que no pudo hacer Manuel Azaña, que había muerto en Montauban el 3 de noviembre de 1940, aunque sí les acompañó su viuda Dolores Rivas Cherif. 

Enrique de Rivas cursó sus estudios universitarios en la Universidad Autónoma Nacional de México, en Puerto Rico y en Estados Unidos, donde ejerció como profesor de literatura e historia en la Universidad de Berkeley (California). En 1967 se estableció en Roma como funcionario de la FAO y allí vivió durante gran parte de su vida. Fue poeta por influencia tanto de su padre como de su segundo abuelo materno, el ya mencionado Enrique de Mesa, y además de sus numerosos poemarios escribió, entre otras muchas obras, ensayos sobre literatura medieval, como Figuras y estrellas de las cosas (1969) y El simbolismo esotérico en la literatura medieval española (1989). Además de las memorias de infancia ya citadas, publicó en Bogotá en 1968 Endimión en España (Estampas de época 1962-1963), que narra su primer regreso a España en 1962. Esta última, junto a la totalidad de su obra poética está recogida en el volumen publicado en 2003 En el umbral del tiempo: poesía compilada (1946-2012).

Enrique de Rivas Ibáñez en 1957 
(archivo de la familia Rivas Ibáñez)

Como ya he referidoel motivo del cruce de correspondencia y algunas conversaciones telefónicas que mantuve con Enrique de Rivas fue una iniciativa que impulsamos hace ya casi veinte años desde la Sociedad Castellarnau de Amigos de Valsaín, La Granja y su entorno para recuperar la memoria de su abuelo, el teniente coronel de infantería e intelectual vinculado al regeneracionismo José Ibáñez Marín (1868-1909), protagonista destacado de la primera época del excursionismo en la Sierra de Guadarrama junto a figuras mucho más conocidas en este ámbito, como Manuel Bartolomé Cossío y Constancio Bernaldo de Quirós. Con motivo de aquella iniciativa y tras conseguir su dirección por medio de sus primas Amalia y Sofía Martín-Gamero, el 12 de febrero de 2002 escribí una carta a Enrique de Rivas poniéndole al corriente del acto que pensábamos organizar como homenaje a su abuelo e invitándole al mismo, carta a la que me contestó con otra fechada en Roma el 6 de marzo, y que por su interés documental e historiográfico reproduzco al final de esta entrada tras conocer la reciente desaparición de su remitente.

Enrique de Rivas Ibáñez en 2019
(fotografía de Claudio Álvarez)

La memoria de José Ibáñez Marín en la Sierra de Guadarrama

Pero hablemos ahora del otro protagonista de esta entrada, el ya mencionado José Ibáñez Marín (1868-1909), abuelo de Enrique de Rivas y personaje histórico que fue objeto de nuestro cruce de correspondencia. Militar de ideas liberales, escritor e historiador, miembro del Ateneo de Madrid (donde está colgado su retrato en la galería de ateneístas célebres del vestíbulo) y de la Real Academia de la Historia, Ibáñez Marín llegó a ser una de las personalidades más conocidas en los círculos intelectuales del Madrid de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Promovió y participó en destacadas iniciativas filantrópicas y ciudadanas, como la fundación en 1896 del Colegio Alemán de Madrid, y la colocación, en 1907, de la estatua ecuestre del general Martínez Campos en el Paseo de Coches del Retiro, obra de Mariano Benlliure. Una de sus iniciativas menos conocidas fue la construcción de la Cotera del Reventón, en la Sierra de Guadarrama, a la que nos vamos a referir extensamente un poco más adelante. Publicó numerosos libros, ensayos y artículos de prensa sobre historia militar, y por su cercanía a las ideas regeneracionistas y a las avanzadas doctrinas pedagógicas de la Institución Libre de Enseñanza también fue autor de algunos libros y artículos que dejan ver su preocupación por las lastimosas condiciones de vida y el analfabetismo casi general de los soldados rasos, cabos y sargentos que habitaban los lóbregos cuarteles y guarniciones de los aciagos tiempos de la regencia de María Cristina de Habsburgo y el reinado de Alfonso XIII. Era la menesterosa «clase de tropa» del ejército español, calzada con alpargatas de esparto, mal alimentada con el mísero rancho cuartelero, cuando no simplemente hambrienta a causa de los habituales robos de suministros por parte de oficiales de intendencia corruptos, que fue en gran parte sacrificada en el matadero de las guerras coloniales que se alargaron hasta 1925. Estas inquietudes sociales tan poco frecuentes entre los altos mandos militares, unidas a su gran preparación cultural y a las posibilidades que le abría su brillante hoja de servicios le movieron a recorrer Europa en 1892, viajando en comisión de servicio por Francia, Bélgica, Italia, Austria, Alemania y Rusia, países en donde amplió sus contactos dentro de los círculos pedagógicos, académicos y diplomáticos. A partir de entonces su prestigio e influencia crecieron como la espuma, pese a que todavía ostentaba el simple grado de capitán.

El teniente coronel José Ibáñez Marín
(Biblioteca Nacional de España)

Por la época convulsa en la que le tocó vivir, la carrera militar de José Ibáñez Marín estuvo llena de episodios sangrientos, tanto en la guerra colonial en la que España perdía los últimos retazos de su imperio en las Antillas, como en las que estallaron en el protectorado de Marruecos. Entre 1893 y 1894 combatió en la primera guerra del Rif, más conocida como «guerra de Margallo», contra las harkas rifeñas que asediaban Melilla. En octubre de 1895 fue destinado a Cuba, donde participó en los combates de las provincias de Matanzas y Santa Clara contra los líderes independentistas Antonio Maceo y Máximo Gómez. A su vuelta a España, tras la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas frente al poderío militar de Estados Unidos y ascendido a comandante, José Ibáñez Marín comenzó a frecuentar el monasterio de El Paular hacia 1899, donde alquilaba una de las antiguas celdas de los monjes cartujos junto a otros ilustres personajes de la época, grandes amigos suyos, como Ramón Menéndez Pidal y su mujer María Goyri, los hermanos Ricardo y Pío Baroja, la familia Troyano de los Ríos, el poeta Enrique de Mesa, el pintor Enrique Simonet y el pedagogo y crítico de arte Manuel Bartolomé Cossío, entre otros. Poco después, en 1900, fundó la Sociedad Militar de Excursiones, una de las primeras agrupaciones excursionistas que recorrieron la Sierra de Guadarrama a la vez que lo hacían los profesores y alumnos de la Institución Libre de Enseñanza ‒con su amigo Cossío a la cabeza‒, los naturalistas del Museo de Ciencias Naturales y un grupo de deportistas alemanes que habían encontrado en el valle de El Paular el lugar que más les evocaba los paisajes de su país natal. 

José Ibáñez Marín junto a unos amigos en Alameda del Valle, hacia 1905. Fotografía
del magnífico y hasta hace poco inédito archivo sobre el valle de Lozoya recuperado 
por José Antonio Vallejo y publicado en su libro "Una ventana al pasado"
Un grupo de oficiales pertenecientes a la Sociedad Militar de excursiones coronando el
puerto del Reventón, acompañados por un paisano de Rascafría que les servía de guía.
16 de diciembre de 1906 (Hemeroteca ABC)

La primera excursión realizada por esta sociedad militar tuvo como escenario el alto cordal montañoso de los Montes Carpetanos que domina por el norte el Valle de Lozoya, y se llevó a cabo entre los días 18 y 23 de noviembre de aquel primer año del siglo XX con la asistencia del general Fernando Primo de Rivera y otros destacados jefes y oficiales de distintas armas. Según la relación que se conserva de aquella primera excursión, publicada en la Revista técnica de infantería y caballería, tras recorrer a caballo varias cumbres de la sierra coronaron el puerto del Reventón con siete grados bajo cero y una capa de nieve de más de sesenta centímetros de espesor(1). Este difícil paso de la sierra, que supera los 2.000 metros de altitud, se iba a convertir por unas razones o por otras en un lugar habitual de concentración para los soldados durante gran parte de la primera mitad del siglo XX, estuvieran simplemente de excursión, de maniobras o en guerra, como ocurriría entre 1936 y 1939, cuando la primera línea del frente quedó establecida en esta zona de la divisoria entre las dos Castillas ‒y entonces también entre las dos Españas‒ durante toda la contienda(2). 

Desde la Sociedad Militar de Excursiones José Ibáñez Marín emprendió la iniciativa por la que hoy es más recordado en el ámbito de la Sierra de Guadarrama, a la que ya nos hemos referido: la construcción en 1905 de la llamada «Cotera del Reventón», una larga hilera de sesenta cotos o mojones y tres pequeños refugios que jalonaban el difícil camino de herradura que cruzaba el puerto del mismo nombre, por entonces la vía de comunicación más directa y transitada entre El Paular y La Granja de San Ildefonso hasta que en 1918 se abriera la carretera del puerto de los Cotos. 

Habiendo sufrido en su piel los rigores y peligros invernales del paso del puerto y escuchado de boca de los lugareños de Rascafría los relatos de las muertes y desapariciones de viajeros ‒entonces cruzar el puerto del Reventón era todo un viaje‒, tuvo la idea de levantar una larga línea de mojones numerados y visibles de uno a otro que evitaran la pérdida del sendero. Con la ayuda económica de la infanta Isabel de Borbón, veraneante habitual en el palacio de La Granja, y de otras personas y entidades, como la Sociedad Belga de los Pinares de El Paular, se levantaron cincuenta y siete cotos o «picutos» de forma cilíndrico-cónica y dos metros de altura entre La Redonda, en lo alto del valle de El Paular, y Peña Berrueco, ya en la ladera que domina La Granja de San Ildefonso, todos construidos de mampostería recibida con mortero de cal y pintados de blanco en el cuerpo inferior y de negro en la caperuza, lo que los hacía visibles desde lejos. Como parte de la obra se construyeron también tres pequeños refugios capaces de alojar cómodamente en caso de niebla o fuertes nevadas a dos o tres personas sentadas, uno a media ladera de la vertiente de Rascafría, en el paraje conocido como La Mojoncilla, otro en lo alto del puerto, y el tercero en la Fuente del Infante, ya dominando el Real Sitio de La Granja y la ciudad de Segovia. Según consta en un pequeño folleto publicado en 1905 por la Sociedad Militar de Excursiones para divulgar la obra, en el refugio del puerto se colocó una placa conmemorativa cuyo texto aparece en el mismo junto a algunas ilustraciones, que reproducimos abajo. Las obras se finalizaron en la primavera de 1906.

 

En esta fotografía se aprecia uno de los cotos pintados de blanco en la vertiente de
La Granja, durante unas maniobras militares celebradas en 1906, a las que asistió
el rey Alfonso XIII (semanario Nuevo Mundo)

 

 

Fotografía tomada instantes después de la anterior, en la que aparecen los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia subiendo a caballo las duras pendientes del camino
 del puerto del Reventón (semanario Nuevo Mundo)
Plano de la Cotera del Reventón que ilustra el folleto publicado por la Sociedad Militar
de Excursiones en 1905 (Biblioteca Nacional de España)

De la Cotera de Ibáñez Marín hoy sólo quedan unos pocos restos. Muchos de los mojones que señalaban el camino en ambas vertientes de la sierra desaparecieron a causa de las repoblaciones forestales llevadas a cabo a mediados del siglo XX, y de los tres pequeños refugios construidos sólo se conserva el de la vertiente segoviana cercano a la Fuente del Infante. El que se levantó en lo alto del puerto debió desaparecer durante la guerra civil, junto a la placa conmemorativa colocada en uno de sus muros, al convertirse el puerto del Reventón en una importante posición republicana defendida por el Batallón Alpino del Guadarrama, que fue escenario de cruentos combates en marzo de 1938. 

Los restos de algunos mojones quedaron a la vista tras arder el matorral en el incendio
forestal provocado en La Granja de San Ildefonso en 2019 (Álvaro Sánchez de la Orden)
Otro de los mojones de la Cotera junto a la traza del camino del Reventón, tras el gran incendio forestal provocado en agosto de 2019 (Álvaro Sánchez de la Orden)
Refugio de la Fuente del Infante, en la vertiente segoviana, único que se conserva
de los tres construidos en la Cotera del Reventón

José Ibáñez Marín no pudo recorrer en sus excursiones la Cotera del Reventón durante mucho tiempo. Apenas cuatro años después de su construcción fue destinado de nuevo a Melilla tras el ataque rifeño a los trabajadores del ferrocarril de las minas de Beni bu Ifrur, con el que se iniciaron los sangrientos combates de la segunda guerra del Rif que culminarían en la histórica matanza del Barranco del Lobo. El 23 de julio de 1909 las dos compañías del Batallón de Cazadores de Figueras que estaban a su mando fueron rodeadas por partidas rifeñas de la kabila de los Guelayas en las inmediaciones de los lavaderos de mineral de Sidi Musa. Muchos de sus soldados, como los de gran parte de las unidades trasladadas al frente desde la península, eran reservistas catalanes que habían sido movilizados a la fuerza por el gobierno conservador de Antonio Maura, padres e hijos de familias humildes que no podían pagar la «redención en metálico» de 1.500 pesetas que exigía la Ley de Reclutamiento para librarse de ir a la guerra, lo que fue causa de violentas revueltas que dieron lugar a la llamada Semana Trágica de Barcelona. Recibida la orden de retirada del general Marina, Ibáñez Marín demoró el repliegue por el afán de distribuir a sus bisoños soldados, con los que había desembarcado en Melilla apenas unas horas antes y que llevaban dos días sin comer, unas raciones del rancho frío que acababa de llegar a la línea de fuego. Esta imprudencia llena de humanidad fue la causa del desastre. Mientras se repartía la comida, un nutrido grupo de rifeños se lanzó al ataque obligando a los soldados españoles a una terrible lucha al arma blanca que supuso el primero de los sucesivos descalabros sufridos en aquella guerra demencial e inicua ‒hoy se dice «guerra asimétrica»‒ a la que arrastraron al país el rey Alfonso XIII como responsable último, la oligarquía militar y los intereses económicos de la Compañía Española de las Minas del Rif, empresa controlada por algunas grandes familias de la aristocracia de la época, como la del conde de Romanones, que sería jefe de gobierno entre 1912 y 1913. Los combativos guerreros de las kabilas de Guelaya y Quebdana murieron por millares, defendiendo su independencia secular y los recursos naturales de sus montañas(3).  

Soldados del Batallón de Cazadores de Figueras haciendo fuego en Sidi Musa el 23
de julio de 1909
, a las pocas horas de desembarcar en Melilla (semanario Nuevo Mundo)

Al amanecer del día 24, el cadáver del teniente coronel Ibáñez Marín fue recuperado junto a los de sesenta y cuatro soldados y oficiales que murieron en la acción de Sidi Musa. Tenía dos heridas de bala, una de ellas hecha a quemarropa, lo que puede dar una idea de la ferocidad del combate. Poco después fue llevado al cementerio de Melilla, donde los supervivientes del batallón pasaron uno a uno frente al ataúd para besar su rostro tumefacto, escena sobrecogedora captada por el famoso fotógrafo Campúa y reproducida en los periódicos de media Europa tras haber sido prohibida su publicación por la censura militar durante meses. A muchos de ellos les había enseñado personalmente a leer y a escribir, poniendo en práctica su vieja aspiración manifestada en sus escritos de que los cuarteles se convirtieran en escuelas para los miles y miles de soldados analfabetos que servían en filas en la trágica y desangrada España de aquella época(4).

Soldados del Batallón de Cazadores de Figueras poniendo en un ataúd el cadáver de José Ibáñez Marín, el 24 de julio de 1909 (El Heraldo de Madrid)
Soldados besando el rostro del cadáver de José Ibáñez Marín, fotografía censurada
durante meses para no crear alarma en la opinión pública (semanario Nuevo Mundo)

El 22 de junio de 1910, un mes antes de cumplirse el primer aniversario de la muerte de José Ibáñez Marín, sus compañeros de la Sociedad Militar de Excursiones erigieron en lo alto del puerto del Reventón una sencilla columna funeraria labrada en piedra caliza para perpetuar su memoria, que hubo de ser subida hasta allí por varias yuntas de bueyes. La noticia apareció en varios periódicos de Madrid, como el diario ABC, que le dedicó la primera página, y en semanarios ilustrados como Nuevo Mundo, que publicó una fotografía del monumento con una corona de laurel colocada por miembros de la Sociedad Gimnástica Alemana de Madrid, pues fueron muchos los que subieron aquellos días hasta la cumbre de la sierra para llevar flores en recuerdo de una de las personalidades más conocidas en los círculos culturales de la época, que como tantas otras ha caído en el olvido barrida por el viento de la historia.

Portada del diario ABC del 22 de junio de 1910 (Hemeroteca ABC)

 A vueltas con el monolito de Ibáñez Marín, un elemento patrimonial amenazado

Tras haber soportado durante casi un siglo los hielos de las cumbres y episodios históricos violentos, como fueron los combates que tuvieron lugar en el puerto del Reventón durante la guerra civil, el monolito de piedra fue derribado en fecha indeterminada por alguno de los sempiternos grupos de vándalos que transitan por la sierra de Guadarrama. Así permaneció olvidado y casi oculto bajo el matorral, hasta que en el año 2002, desde la Sociedad Castellarnau de Amigos de Valsaín, La Granja y su entorno, decidimos volver a levantarlo por nuestra cuenta y riesgo, aunque informando del propósito a nuestro amigo Javier Donés, director del Centro Montes y Aserradero de Valsaín, para nosotros el organismo que tenía las competencias sobre el monumento, quien nos avisó de que nuestra táctica de hechos consumados no era precisamente ortodoxa y podría encontrarse con algunas dificultades. No le faltaba razón, según veremos un poco más adelante.

Como ya he referido al comienzo de esta entrada, el 12 de febrero de 2002 escribí una carta a Enrique de Rivas a la que adjunté una copia del capítulo que dediqué al puerto del Reventón y a la memoria de su abuelo en mi libro Memorias del Guadarrama, publicado un año antes, informándole del acto que pensábamos organizar con motivo de la restauración del monumento e invitándole al mismo. Me respondió con otra fechada el 6 de marzo, carta que no tendría en sí misma mayor importancia que la puramente personal para su destinatario si no contuviera algunas impresiones, recuerdos y reflexiones de interés que la convierten en un documento de valor historiográfico y testimonial. Por ello me permito reproducirla y transcribirla íntegra a continuación:

  Julio Vías Alonso                                                                    Roma, 6 de marzo de 2002 

Gral. Díaz Porlier 52 

Madrid, 28001

Mi estimado amigo: le agradezco mucho su carta de fecha 12 de febrero que he recibido hoy en mi Apartado Postal. Me habían hablado de Vd. mis primas Amalia y Sofía hace algunos meses.  

          De entrada le digo a Vd. que el hecho de que a los 90 años de la muerte de mi abuelo alguien resucite su recuerdo, me parece una maravilla, casi un milagro, tanto más cuanto que hasta hace unos 15 o 12 años existían personas en Madrid que le habían conocido. Incluso Jimena Menéndez Pidal me presentaba, con un dejo de emoción en la voz, como "nieto de Ibáñez Marín". Pero esa generación de personas ha desaparecido ya, y con ellos toda esa intrahistoria española que no se escribirá nunca. No tenía idea en absoluto del monumento erigido a su memoria en la Sierra. Sólo conozco el busto que en 1910 le dedicó el Ayuntamiento de Enguera, donde estuve hace ya unos doce o trece años. El farmacéutico del pueblo era uno que todavía sabía quien era Ibáñez Marín. Pero yo mismo tampoco sé mucho. Mi madre tenía sólo 13 años en 1909, al morir él, siendo la mayor de la camada de cuatro hermanos: Carmen, Jaime, Anita y Dolores.  

          A mi abuela Carmen Gallardo la traté mucho y fue ella quien me contaba cosas cuando yo tenía diecisiete o dieciocho años. Pero ella murió, a la edad de 77, hace en estos días exactamente medio siglo + un año. Recuerdo sus anécdotas, pero vaya usted a saber cuántas se me han olvidado. Las páginas que usted me envía me aprenden cosas. Sabía por ejemplo, que él logró del Obispo de Madrid la autorización para que el gobierno aprobara la fundación del Colegio Alemán, donde estudiaron becados sus hijos Carmen (mi madre), Jaime y Dolores. Su hija Anita obtuvo, por petición y gestión de mi abuela ante el rey Alfonso XIII una plaza para ella en el Colegio de Doncellas Nobles de Toledo, donde vivió hasta el trágico verano de 1936. Yo mismo recuerdo como un "Edén" la cartuja del Paular, donde, desde fines de siglo, mis abuelos Pepe y Carmen alquilaban la celda del Prior que daba sobre el Patio de Matalobos (hoy día parte del Parador). Allí pasé yo los primeros cinco veranos de mi vida, de 1931 a 1935, y de allí son los primeros y casi únicos recuerdos de infancia que tengo de España, y los únicos que no son dramáticos o tristes. 

          De mi abuelo no quedó nada en familia. Su biblioteca desapareció de la casa de mis padres y abuela en Velázquez 38, en 1939. Mi madre (quien murió en 1969) en sus últimos años hablaba mucho de mi abuelo, pero eran también recuerdos de infancia. Yo no sabía siquiera si habían encontrado su cuerpo. Sus páginas me lo aprenden. Pero ¿existe una sepultura? ¿en Madrid? ¿en Melilla? Tampoco conocía ese detalle espeluznante, que aprendo por Vd., acerca de la causa de la tragedia: un gesto humanitario suyo para con sus soldados (por lo visto era el destino de mi familia -paterna y materna- quedar señalados por "gestos humanitarios"). Conocía, sí, la espeluznante descripción del escritor Noel acerca de la emboscada del Barranco del Lobo, y el desfile luctuoso de su caballo sin jinete, ante la Infanta Isabel, un día lluvioso de Madrid (leído en el "Blanco y Negro" de ese verano y oído contar por María Zambrano, que lo presenció de niña).  

          Sabía también que escribió un libro no militar sobre Leyendas toledanas, pero nunca he podido conseguir un ejemplar... Me anuncia Vd. la restauración del monumento en la Sierra dedicado a mi abuelo "a principios o mediados del próximo verano". Si es a principios, a lo mejor puedo ir, pero a mediados (julio-agosto) suelo estar en México. Soporto mal el calor y la Ciudad de México, a 2.300 mts de altura, es lo ideal. Le agradezco la invitación "in pectore" y le ruego me tenga al corriente.  

          Como el correo italiano funciona malísimamente, me permito indicarle que para una comunicación urgente se puede utilizar mi teléfono-fax, que es 0039-06-5813957. También le agradecería me enviara su número de teléfono, pues existe una posibilidad de que yo vaya a Madrid a mediados de abril. Todo depende de las fechas de viaje de mi hermano Carlos que piensa hacer un viaje a España desde México con su mujer en abril. Pero aún no tengo los detalles.  

          Ni que decir, si la restauración se hace por suscripción pública o privada, y en algo puedo contribuir a hacerla factible, le ruego me lo haga saber.  

          Para terminar, me vienen a la memoria dos poesías de mi "otro" abuelo materno, Enrique de Mesa, una, "Ya se van los quintos, madre"... y la otra "El retorno a la patria". La primera es de 1909, y la 2ª de 1910. Para mí, que están escritas bajo la impresión de los hechos luctuosos en el Gurugú. ¿Las conoce Vd.?  

          De nuevo, le quedo muy agradecido por su carta y quedo a su disposición para esta empresa de restauración histórica, que denota por parte de Vd.  una sensibilidad poco común.  

          Le envía un cordial saludo 

Enrique de Rivas Ibáñez

P.S. Me imagino que conoce Vd. los tristes "recuerdos" de mi abuelo expuestos en una vitrina del Museo Histórico Militar de Madrid: su gorra, sus "quevedos" y, creo, su bastón de mando, o espadín. Con su nombre, sin explicar nada de nada...

Al final, Enrique de Rivas no pudo acudir al acto por encontrarse en México, posibilidad que me anunciaba en su carta, aunque tuvimos motivo casi para alegramos de ello pues las cosas se torcieron y salieron bastante peor de lo que habíamos planeado. Con mucha ingenuidad, los impulsores de aquella iniciativa la divulgamos profusamente en los medios sin prever que nuestra buena intención estaba condenada a toparse con el muro de los intereses y recelos de las administraciones. Y así, el 22 de julio de 2002, víspera del 93 aniversario de la muerte de Ibáñez Marín, tras haber consolidado la semana anterior la base del monumento, al coronar el puerto para volver a erigirlo y celebrar el homenaje nos llevamos la desagradable sorpresa de ver que alguien se nos había anticipado en levantar y colocar la pesada piedra sobre su asiento. Y allí nos quedamos pasmados los organizadores del acto, sin saber qué hacer con el bonito folleto de once páginas que habíamos editado para la ocasión y con los elaborados discursos que teníamos preparados, ni qué disculpas dar a las más de cincuenta personas asistentes a la ceremonia y a los dos canteros que había subido hasta allá arriba Jesús Espinar, jefe de obras del Ayuntamiento del Real Sitio de San Ildefonso, para llevar a cabo los trabajos de reconstrucción de forma profesional.

Folleto editado para el acto de reconstrucción del monumento erigido en
memoria de José Ibáñez Marín en el puerto del Reventón (archivo del autor)
Últimas páginas del folleto editado para la ocasión por la Sociedad Castellarnau de amigos
de Valsaín, La Granja y su entorno (archivo del autor)

Al estar situado el monumento justamente en la divisoria de la cumbre de la sierra, alineado con la tapia de piedra que marca el límite entre las comunidades autónomas de Madrid y Castilla y León, las sospechas podían apuntar a cualquiera, pero enseguida se dirigieron hacia nuestro amigo Juan Vielva, director del entonces existente Parque Natural de Peñalara, también teórico ostentador de las competencias sobre un monumento que, de acuerdo con el dicho popular, se encuentra situado exactamente «entre Pinto y Valdemoro». Y efectivamente no nos equivocábamos, porque nuestra iniciativa ponía en evidencia a la dirección del espacio natural protegido, que para evitarlo se nos adelantó durante los días centrales de la semana en levantar el monolito, colocarlo sobre su base y recibirlo cuidadosamente con mortero de cemento blanco, como pensábamos hacer nosotros bajo la supervisión de un especialista en restauración del patrimonio. Los que conocemos a Juan sabemos que en su trabajo no da puntada sin hilo ‒lo que es prudente y aconsejable cuando se tienen responsabilidades públicas‒, pero su carácter llano y cordial y la complicidad y generosidad con las que nos trató pocos años después, durante las marchas Allende Sierra, nos hicieron olvidar la «afrenta» sin rencores. Al fin y al cabo, habíamos logrado nuestro objetivo dejando claro una vez más que es casi siempre la iniciativa de la sociedad civil, con el permiso de las administraciones o sin él, la que realmente salva el patrimonio de su desaparición (cuando logra salvarlo, claro está). Pero ahora, inevitablemente, se nos ocurre pensar que quizá hubiera sido preferible dejar el monolito como estaba, tirado en el suelo y oculto por el matorral a la espera de tiempos mejores, pues en nuestro desventurado país es todavía muy arriesgado exponer a la vista indiscriminada del vandalismo y la incultura (ahora se dice «visibilizar») estas sencillas y desprotegidas muestras de nuestro patrimonio histórico. Al poco tiempo de su restauración la barbarie iconoclasta de siempre se volvió a cebar en el monumento, borrando a golpes de cincel la parte de la inscripción alusiva a la condición militar del personaje al que recuerda y de la sociedad que lo erigió.

Siete años después, el sábado 25 de julio de 2009, con motivo del centenario de la muerte de Ibáñez Marín quisimos volver a rendir homenaje a su triple legado como educador, como pionero del excursionismo (qué entrañable y evocadora es la palabra «excursión», sustituida hoy en los círculos de los deportes de montaña y el senderismo por el soso eufemismo de «actividad»), y como benefactor de los antiguos habitantes de la sierra, lo que no es poca cosa. A pesar del éxodo veraniego, aquel día conseguimos reunir en el puerto del Reventón a dieciocho personas para colocar en el monolito un pequeño ramo de flores silvestres y una efímera «placa» de papel con una inscripción, que después retiramos al terminar el acto. Entre los asistentes estaba nuestro buen amigo Roberto Fernández Peña, que tanto hizo para recuperar la memoria histórica y la antigua toponimia del Guadarrama, y a quien no quiero dejar de recordar aquí. La pandemia que se cebó con alevosía e impunidad en las residencias de mayores nos lo arrebató el 28 de marzo de 2020. Séale leve la tierra(5).

Cartel de la Sociedad Castellarnau que anunciaba el acto del centenario
de la muerte de José Ibáñez Marín (Archivo de la Sociedad Castellarnau
de amigos de Valsaín, La Granja y su entorno)
El autor con Pedro Heras y Roberto Fernández Peña (1932-2020) junto al monolito de
Ibáñez Marín, en la conmemoración del centenario de su muerte (fotografía de
Gonzalo Martínez Fresneda)

Pero este sencillo monumento que aún recuerda la figura olvidada de José Ibáñez Marín en las soledades del puerto del Reventón sigue amenazado no sólo por el vandalismo habitual que siempre queda impune, sino también por otras iniciativas particulares mucho menos afortunadas que la nuestra. En el verano de 2017, un pequeño grupo de veraneantes de La Granja de San Ildefonso subió al Reventón para «restaurar» con pintura plástica Titanlux de color «verde carruaje» la inscripción borrada parcialmente años atrás por el bárbaro de turno, acción absurda e irresponsable con pretensiones justicieras de la que incluso dejaron constancia pormenorizada en un artículo publicado en la revista de una conocida asociación de la localidad. Por ello, la catalogación del patrimonio del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama, pendiente de hacerse desde hace ya tiempo, deberá incluir este monumento tan sencillo pero de tanta significación histórica y sentimental para el espacio natural protegido, junto a los restos de los mojones de la Cotera del Reventón que se conservan. Una vez catalogado sería necesaria una restauración cuidadosa de la inscripción llevada a cabo por técnicos de conservación del patrimonio, labor no muy complicada y al alcance de los presupuestos. Con vistas a ello incluyo aquí abajo, como referencia, una fotografía de la columna en su estado original, publicada el 4 de agosto de 1910 en el semanario Nuevo Mundo con motivo de su inauguración, junto a otra tomada un siglo después en la que se aprecia con claridad la parte de la inscripción borrada a golpe de cincel. Una vez restaurada habría que confiar, aunque sea ingenuamente, en esa concienciación con la conservación del patrimonio que todavía no ha calado plenamente en la ciudadanía y mucho menos en las administraciones. 

Para terminar estas líneas, en las que quizá he mezclado en exceso épocas, lugares, acontecimientos y recuerdos propios y ajenos, sólo me queda referirme otra vez al recientemente desaparecido Enrique de Rivas, nieto de José Ibáñez Marín y sobrino de Manuel Azaña. Su vida y gran parte de su obra poética y en prosa quedaron marcadas por el afán del regreso a España y la esperanza del reencuentro con los paisajes y los recuerdos vividos o soñados, pero también por los temores, contradicciones y desengaños de este idealizado retorno, que en el fondo sabía era la misma quimera de una vuelta a la infancia. Estos sentimientos de esperanza y de decepción están muy presentes en sus dos libros de memorias ya mencionados: Endimión en España, que trata de su primer regreso a Madrid en 1962 simbolizando la figura mitológica de Endimión, el pastor nieto de Zeus y amante de la Luna, que fue expulsado de la Élide griega durante su infancia y decidió volver bajo la condena de dormir eternamente con los ojos abiertos, y Cuando acabe la guerra, narración novelada que se centra en sus recuerdos de niñez y primera juventud. 

En su carta transcrita más arriba encontramos algunos detalles de gran interés humano para sumar a sus memorias publicadas. Lo tiene su evocación de los primeros cinco veranos de su vida pasados en el monasterio de El Paular, «los primeros y casi únicos recuerdos de infancia que tengo de España, y los únicos que no son dramáticos o tristes». De interés histórico es el dato del expolio de la biblioteca de José Ibáñez Marín, cuando en 1939 tropas de Falange registraron y saquearon el domicilio de su abuela y de sus padres en la calle madrileña de Velázquez; y de interés para el asunto que nos ocupa es su desconocimiento de la existencia del monumento del puerto del Reventón, pese a estar tan cercano a los escenarios veraniegos de su primera niñez. Sorprende que nadie le hubiera hablado después de este lugar tan cargado de significados históricos y familiares, aunque como él mismo apostillaba en su carta «vaya usted a saber cuántas cosas se me han olvidado». Es la fatídica fragilidad de los recuerdos que conforman nuestra identidad, el bien más preciado que podemos tener, tanto los de la infancia más temprana, que son tenues y muchas veces prestados, como los de la vejez avanzada, que con frecuencia se disuelven como un azucarillo en las profundidades de la mente sin dejar rastro. Quién sabe si ya intuía entonces que la pérdida de la memoria era el destino que le esperaba. 

Desvanecidos muchos de sus recuerdos en los últimos años de su vida a causa del Alzheimer, Enrique de Rivas murió el pasado 3 de enero en la capital mexicana, la ciudad a la que había llegado exactamente ochenta años atrás junto a miles de republicanos españoles tras la derrota en la guerra civil. Por ello quiero transcribir aquí, in memoriam, un párrafo del último de los dos libros que acabo de mencionar, en el que expresa la nostalgia que sintió durante el exilio ‒es decir, durante toda su vida‒ por la Sierra de Guadarrama, uno de aquellos escenarios mitificados y soñados de la niñez del que se despidió con cuatro años de edad cuando viajaba en el asiento trasero de un automóvil con toda su familia de regreso a Madrid desde el monasterio de El Paular, al acabar las vacaciones de verano de 1935:

Lo asocio, ahora naturalmente, a la última imagen de la sierra de Guadarrama presente en mi memoria, difuminándose a lo lejos, mientras volvíamos a la ciudad al atardecer. Por el cristal de atrás del coche se veía la gran masa empequeñeciéndose, sumergiéndose en el cielo oscurecido, con unas lucecitas que brillaban aquí y allá. Me explicaron que eran las fogatas de los pastores, encendidas para ahuyentar a los lobos. Fue para mí un reencuentro cuando, muchos años después, en una escuela del otro lado del océano, nos enseñaron la canción: "Ya se van los pastores para Extremadura; ya se queda la sierra triste y oscura..." Así quedó la sierra para siempre: una nave alejándose quién sabe en qué mares...(6)

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(1) "Excursiones militares". Revista técnica de infantería y caballería nº 10. Madrid, noviembre de 1900. pp. 517-520.

(2) La expresión tradicional "las dos Castillas" está en desuso e incluso resulta hoy políticamente incorrecta, pese a su arraigo histórico, geográfico y literario. La empleo aquí deliberadamente para enfatizar la figura retórica del símil con "las dos Españas". Como aclaración para millenials no informados en estas cuestiones, fue utilizada hasta los años de la transición para referirse a las dos regiones de Castilla la Nueva y Castilla la Vieja, convertidas hoy en las comunidades autónomas de Castilla-La Mancha y Castilla y León.

(3) Se han escrito ríos de tinta sobre la guerra de Melilla de 1909. Entre los muchos escritores y periodistas de la época que hicieron crónicas de la campaña destacan dos, cuyos testimonios resultan imprescindibles por su conocimiento directo de los hechos y su visión más crítica y descarnada. Uno de ellos fue el entonces célebre periodista Eugenio Noel (1885-1936), que se alistó como voluntario en el Regimiento Inmemorial del Rey para vivir los sucesos en el frente de combate y poder narrarlos en primera persona. Una vez finalizada la campaña y abandonado el ejército publicó una serie de artículos en el periódico republicano España Nueva, de los cuales tres de ellos, los titulados "Cómo viven un duque y un marqués en campaña""Las momias del Barranco del Lobo" y "Los cementerios de la segunda caseta" le costaron en 1910 la condena a prisión por denunciar la ineptitud e imprevisión del general Marina, gobernador militar de Melilla, y otros altos mandos del Estado Mayor del ejército, que mandaron a una muerte segura y atroz a centenares de soldados mal equipados que no habían recibido apenas instrucción militar. Todos aquellos artículos los recopiló en el libro Notas de un voluntario. Guerra de Melilla (1909), escrito en la cárcel Modelo de Madrid y publicado por suscripción popular en 1910.

El otro fue Manuel Ciges Aparicio (1873-1936), periodista, escritor y político estrechamente vinculado con la generación del 98 ‒era cuñado de José Martínez Ruiz Azorín‒ y muy combativo en cuestiones sociales. Mantuvo una gran amistad con José Ibáñez Marín por ser ambos naturales de la localidad valenciana de Enguera y haber combatido los dos en las guerras de Margallo y de Cuba. Fue encarcelado en La Habana en 1896 por denunciar en un artículo la política represiva del general Weyler contra la población civil de la isla. En 1906 publicó El libro de la crueldad: del cuartel y de la guerra, en el que narra sus experiencias en estas dos guerras. A finales de 1909 viajó de nuevo a Melilla como corresponsal, publicando numerosos artículos de prensa que le costaron la pena de destierro en París y fueron recopilados en otro de sus libros, Entre la paz y la guerra (1912)que constituye una de las más valientes denuncias de la corrupción extendida en la administración militar durante la guerra del Rif. En los años de la República fue miembro del partido Izquierda Republicana y hombre de confianza de Manuel Azaña. Murió asesinado por los militares sublevados el 4 de agosto de 1936, siendo gobernador civil de Ávila. Era el padre del conocido actor Luis Ciges.

Para el autor de estas líneas la historia de la guerra de Melilla de 1909 tiene un especial interés, por haber participado en ella su bisabuelo, Julio Vías Ochoteco, que ganó la Cruz de la Orden del Mérito Militar por su labor atendiendo a los heridos en los últimos y sangrientos combates del zoco El-Jemis de Beni-Bu-Ifrur, Tauima, Ulad-Setud, Zeluán y Taxdirt, como capitán médico en el Regimiento de Caballería "Lusitania".

(4) Del afecto que sentían los soldados del Batallón de Cazadores de Figueras por el teniente coronel Ibáñez Marín puede dar una idea la acción temeraria de un cabo llamado Ricardo Almeida durante el combate del 23 de julio en Sidi Musa, que peleó solo contra un grupo de rifeños empleando el fusil como una maza y evitó que se llevaran su cadáver para exhibirlo mutilado en la kabila de Guelaya. Ello permitió recuperar el cuerpo a la mañana siguiente y trasladarlo al cementerio de Melilla, donde fueron tomadas las macabras fotografías que se muestran en esta entrada. 

(5) Roberto Fernández Peña (1932-2020) fue un destacado gimnasta y excursionista, precursor en la publicación de guías de excursiones. Su Guía de excursiones inéditas desde Madrid, autoeditada en 1972 y distribuida por él mismo, tuvo tal éxito de ventas a lo largo de veinte años y ocho ediciones que propició que este tipo de publicaciones de pequeño formato destinadas a viajeros y excursionistas se pusiera de moda e inundara las librerías en décadas posteriores. Su labor en la recuperación de la toponimia histórica de la Sierra de Guadarrama fue también importante. En el año 2000, tras años de incansable campaña en los medios de comunicación, logró que el Ministerio de Fomento cambiara el nombre del Puerto de los Leones, así denominado oficialmente tras la guerra civil, por el orónimo tradicional de "Alto del León".

(6) De Rivas Ibáñez, Enrique. Cuando acabe la guerra. Editorial Pre-Textos. Valencia, 1992. p.29

Artículo enviado por Julio Vias de su Cuaderno de Bitácora sobre la Sierra de Guadarrama


 

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