viernes. 29.03.2024
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En Caleta Horno. Velero: Gandul

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El viento aullaba en la jarcia, la mayor estaba hinchada como el vientre de una embarazada a punto de parir... para comunicarnos con el de al lado era necesario dar alaridos que apenas se oían, y cada ola arrancaba un roción contundente que se clavaba en los ojos, semicerrados, llenos de sal, y de dudas. Y todo inútil, porque el lugar no daba ni para intentar fondear, el reparo que ofrecía del mar se contrarrestaba con un corredor que aceleraba el viento, y la cosa estaba imposible para quedarse... Horas remontando, empapados, ateridos, tensos... ¡qué Navidad distinta!

Algunos viven en el campo, otros en ciudades, casi siempre en casas, o departamentos, unos pocos renuncian y viven en la calle, durmiendo en las plazas... y están los que viven en barcos. De todo tipo y color... de motor o de vela, de mucho o poco dinero, turistas, viajeros, vagabundos, de todo como en botica. Entre la jungla de mástiles de los clubes náuticos siempre hay alguno que eligió vivir a bordo. Lo que se ve cada vez más es el navegante-turista, el que sale en sus vacaciones de viaje en barco, o el que alquila uno en el lugar deseado... Los clubes de esos lugares se han ido adaptando a esa modalidad, y cobran por sus servicios, perdiéndose un poco el calor que acompañaba las recepciones a los recién llegados hasta hace unos pocos años.

Nuestra familia eligió vivir en barco, en velero; y viajar, y dibujar historias a golpe de sueños. Para eso hicimos planes, que la realidad se empeñó en limitar metódicamente, pero en la que siempre encontramos un hueco por el que colarnos... así nacieron el Gandul II, y luego el Gandul, el barco que nos acompañaba por entonces -o  nosotros a él- desde hacía unos diez años, desde que tracé sus primeras líneas en una hoja borrador, desde que decidimos construirlo con nuestras propias manos, desde que una docena de amigos se sumaron a la movida, y viajamos, atravesando el océano, viviendo...

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Vuelta al mundo en familia

Pero todas las historias cristalizan al fin, y lo que va llenando nuestra vida es el momento presente. De pronto estábamos enmarañados en las clásicas cuestiones de familia con chicos adolescentes... que el colegio, que las actividades, que la casa nueva –más grande, más linda-, que el trabajo, que la cuenta de teléfono, la luz, el auto que –justo ahora- necesita un arreglo... y un día Ofelia me mira a los ojos y me dice: -¿nosotros no íbamos a dar la vuelta al mundo con el barco?- Me lo estaba diciendo ella a mi... que siempre tenía el bolso listo para irme a navegar...

Navegando

Veníamos golpeados, mojados, con frío y comenzábamos a cansarnos del Oeste, el gigante de la Patagonia, ese viento áspero que no nos dejaba avanzar. El célebre malhumor del Golfo San Jorge estaba a tope, el mar blanco de espuma, y soplando todavía más...

Los tambuchos de los camarotes de proa resultaron muy poco secos, y con ellos nuestras camas y ropas. El Gandul estaba pesado, con la carga de cosas de las que no supimos desprendernos cuando levantamos la casa, y que dejamos en el camarote de popa estribor hasta que resolviéramos qué hacer con ellas. Además de nosotros cuatro –Facundo (12), Ignacio (15), Ofelia (40) y Gustavo (41)- nos acompañaban algunos amigos: Armando (46), Andrés (13) y Mauricio (22).

Planeamos fondear en la Bahía Bustamante, aunque tuviéramos que andar en pleno temporal esquivando unos feos piedrones, con tal de encontrar algo de reparo. La navidad se venía encima, y no había caso, no íbamos a llegar a Comodoro. La VHF no daba para comunicarnos, lo que traería un poco de inevitable preocupación en nuestras familias.

Arrancamos el motor. Le dimos potencia al Pérkins para que ayudara a remontar. Despacito fuimos llegando, con tormentín, mayor con tres rizos y el motor a 1300 vueltas, que era lo más fuerte que se podía usar con nuestra precaria instalación de prueba.

Arrimamos lentamente a la costa, los ojos casi cerrados por los rociones. Me quedé mudo al comprobar que no daba ni para intentar fondear, y la cosa estaba imposible para quedarse...

Rápidamente arribamos hasta ponernos en popa, apagamos el motor y empezamos a esquivar piedras velozmente, pura adrenalina, con un vigía en proa durante algunas horas. Seguimos hasta fondear en la Bahía Arredondo, como treinta millas a sotavento -que parecieron menos por la sostenida marcha que llevábamos-.

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Vida a bordo

Allí quedamos protegidos hasta que las condiciones fueron otras y entonces sí poder continuar, cerrando el primer tramo recién el último día del 2000.

De los amigos a bordo

Del tramo que se inició poco después desde Comodoro Rivadavia hacia Mar del Plata rescato algunos fragmentos de la carta que le escribiera a sus padres Tomás (29), uno de los amigos que nos acompañaron en esa etapa –junto a Pablo (25), Sofía (25) y Juani (16)-

“...la primer noche de navegación, noche serena y única por el doble motivo del fervor de la zarpada que luego descansó en un intenso atardecer, y por lo tranquila que estaba la noche misma, iba yo echado panza arriba en la red de proa. Iba hundido en el silencio y disfrutando de la cerrada oscuridad en la que íbamos viajando.

Solo se escuchaba el rumor de las proas cortando el agua... se podían ver las distantes estrellas. No había luna. La sustancia única de cielo y mar a través de la cual nos desplazábamos era una amplia y espesa oscuridad... También podía ver las noctilucas (de las proas salen miles de partículas de luz al modo de la cola de una cañita voladora o fuego de artificio, aunque menos luminosas, mas bien es una fosforescencia, y con un desplazamiento mucho mas lento).

Echado como iba -suspendido de una red que a un metro del agua- me transportaba en la noche oscura, también clavaba por momentos la mirada en la cola luminosa y jugaba a seguir cada infinitesimal estallido de luz de las noctilucas. Jugaba y saltaba de una cosa a otra en mis pensamientos y sensaciones, tratando de entender un poco todo lo que estaba pasando... Mi frágil cuerpo y nuestra relativamente frágil nave, cercada como estaba por fuerzas tan voluminosas y perdiéndose en la inquietante noche, también se desplazaba a su vez confiada y serena hacia la oscuridad como si fuera el tierno vientre de una madre.

Perdido estaba en mis cavilaciones, cuando de repente escucho en la oscuridad algo que se confunde con el tenue fragor de las proas cortando el agua, pero no es exactamente eso. Alguien ha respirado justo abajo mío. Pierdo mi vista en la densa oscuridad tratando de buscar una explicación y enseguida aparecen dos haces de luz de chispeantes noctilucas, que delinean un cuerpo oval de un par de metros de longitud, de algún delfín o tonina que baila y zigzaguea ante mis ojos aparentemente decidido a lucirse con su traje de fuego.                            

A mis gritos estamos todos en proa, salvo alguno que quedó al timón, y pronto son 10 o 15 delfines grises, que nos acompañaron durante unos 20 minutos, y que saltan a nuestras manos mientras nos peleamos por colgarnos del botalón de proa para acariciarlos.

Conglomerado de líneas de fuego que a veces se disparaban en dirección opuesta a nuestro rumbo para luego hacer trompos y giros en nuestra proa (cuadro visual único e increíble), sumado a la presencia de animal tan tierno y mágico, más todos los cachetazos que metí en lomos, colas, aletas y todo bulto que saltara en la oscuridad, este fue para mí el momento más bello, extraño e impactante del viaje.”

Tomas-por-la-tarde

Tomás por la tarde

Temporal

O como el mismo Tomás registrara, en otro tramo de su carta, sobre su primer temporal -que a decir verdad fue bastante duro-, con olas realmente altas:

“De lo que va del viaje rescato principalmente la intuición de una vida en el mar.Una vida súper fecunda, pura, real y maravillosa incluso más allá de lo que hubiese imaginado.

Cuando pinta tormenta (esto es: mar embravecido, olas y vientos fuertes), es mucha la energía que se despliega a tu alrededor y si no vas de lleno al foco de la situación, esta te come vivo. Fácilmente te puedes cansar física y mentalmente, y si ya pinta descompostura estomacal el cuadro es todavía peor. El sujeto se deja hundir en una especie de depresión psicofisiológica patética irrecuperable y se encierra en su camarote abandonando las tareas de navegación, guardias, etc. Las olas pasan por encima y el barco se transforma para él en una novedosa licuadora depresiva. Esto mismo le ocurrió a parte de la tripulación...

A las 4 de la mañana cambia el viento, despierto a Gustavo, armamos la maniobra y timoneo durante unas largas 6 horas. No parece tanto si no te dijera que fue un viento sur de 70 kms/hora, barrenando constantemente olas de 3 o 4 metros cuando menos, 7, 8 y hasta 10 metros sobre mediodía, entre 10 y 12 nudos todo el tiempo, solo con una pequeña vela haciendo de tormentín en proa (muy poca vela, lo mínimo para tener un gobierno de la embarcación, y mucha velocidad, vale decir: hacía mucho viento. Y rezando para que no se vaya a romper la vela). Y cada barrenada me costaban todos mis músculos y todo el cuerpo para sostener el timón -que pesaba toneladas- y el rumbo.

A las 10 de la mañana ya no podía más y le tiré el timón al capi y me metí en la salita a intentar descansar un poco ya que las olas iban increscendo y quién sabe cuando se iría la tormenta... Sobre mediodía, mientras estaba adentro, arruinado, cansado, entumecido y algo temeroso, me arrimo a una ventana para ver algo de lo que estaba pasando afuera -estaba intentando no saber nada- y se produjo un largo y consternador instante en el cual no pude divisar el horizonte. No había horizonte si no mirabas para abajo: estábamos en la cresta de una montaña gigante de agua.

Lo miré un segundo a Gustavo que estaba afuera en la bañera, vapuleado, extenuando sus fuerzas, algo tenso entre las espumas que le sacudían la cara, aunque imponiendo su firmeza..., y recompuse que el chabón estaba completamente loco. Y lo pensé muy seriamente:“¿Qué estamos haciendo acá?¿No estamos negando la vida forzando tanto las situaciones?... “

La tormenta había alcanzado su clímax y la muerte también empezó a pasearse tranquilamente por los andamios de mi imaginación. Salí nuevamente al cockpit, me amarré con un cabo como veníamos haciendo y seguí paseando un par de horas mas en montaña rusa. Durante ese lapso las rompientes de dos crestas de ola rompieron sobre el barco y una de ellas nos levantó en el aire generando una situación penosa y extrema. A eso de las 4:00 p.m. Gustavo me entrega el timón con la tormenta ya retirándose salvo por las olas que no fueron menguando sino paulatinamente y a lo largo de toda la tarde. Pero ya con menos viento y sin rompientes la barrenada era una verdadera papa comparado con lo que venía sucediendo -ya todo estaba bajo control-.

Pablo se levantó, retomó el timón y todo aquel atardecer fue muy placentero. Gigantes paredes de agua se alzaban en nuestra popa a veces tapando el sol que jugaba allá en el fondo a los naranjas y los grises con un par de nubecitas, pero ya en vistas a que las montemos pacíficamente. En el ínterin, mientras toda esa masa de agua acariciaba el cielo a pocos metros míos, podía contemplar en el vientre de la ola la oscura palabra del mar, espumosa y profunda como nunca la hubiese visto.

Como podrás ver, de repente, y a pocas horas de cavilaciones tan oscuras, supe que no podía estar en lugar mejor, ese era el lugar indicado, ese mi momento preciso. El océano estaba ahí, pudoroso y descomunal, entero y regalado para nuestras miradas infantiles y chispeantes, infinito y poderoso como lo soñaron los dioses en aquellos primeros días en que el mundo fue creado.”

Siempre me ha parecido interesante esta visión de ojos “nuevos” sobre nuestra elección y circunstancias de vida.

Velero: Gandul

“Vuelta al mundo en familia”

Diciembre/Enero 2000/2001

 


Gustavo Díaz Melogno es navegante viajero, además de monitor de vela, regatista, diseñador y constructor naval.

Sus sueños de mar, viento y libertad, lo llevaron hasta el Cabo de Hornos y la Antártida a vela, y poco a poco lo fueron transformando en un vagabundo del mar. Autor de los libros “Entre el cielo y el Mar”, y “Gandul, a fuerza de sueños”.


 

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